Opinión | Tribuna
Después del amor

Después del amor.
Un argumento de peso que nos ayuda a distinguirnos de los animales, y que nos coloca un glorioso escalón por encima, es esa sofisticada manipulación de los sentimientos, de nuestros propios sentimientos, la portentosa habilidad con que logramos graduar y dosificar nuestras más íntimas emociones. Pero hay muchos más: nos diferenciamos de los escarabajos, por ejemplo, al desarrollar una laboriosa afición por la papiroflexia o inflando globos de colores en las fiestas de cumpleaños o por la sencilla razón de que, en nuestra tierna infancia, aprendemos a operar con raíces cuadradas. Y es realmente asombrosa la rapidez con que sepultamos este valiosísimo conocimiento en el más remoto olvido apenas transcurridos unos pocos años.
En el ámbito sentimental, en el terreno apasionado de un amor racional, maduro, sereno, de un amor poderoso y consciente que también nos aleja triunfalmente de los animales, que tan inteligentes nos hace parecer frente a una vaca charolesa, nos comportamos, por lo general, de manera confusa e incongruente, de un modo ciertamente extravagante. Una promesa de amor, hoy en día, vale tanto como un juramento garabateado sobre una placa de hielo. Esa unión entre dos almas gemelas y embelesadas que un atardecer sellamos para siempre con un beso sagrado, la inviolable eternidad con que garantizamos firmemente los arrebatos de un corazón enamorado se diluye, estadísticamente, en un triste período de cuatro años. Una esplendorosa e infinita eternidad de cuatro años.
Después del amor, nos abocamos a una embarazosa encrucijada. De aquel precioso «me moriría sin tus besos» a este plomizo aburrimiento, a esta condena sembrada de bostezos. De aquellos largos e insoportables minutos sin ti, de aquella agonía insufrible sin tu presencia, de aquel cruel reloj que se negaba a dar las horas... a la asfixia de pasar un día entero contigo, al suplicio de tener que soportarnos todo un fin de semana. De bajarnos mutuamente la luna, con ojitos acaramelados y entre profundos suspiros, a no querer bajar ni la basura. Después del amor, la fría indiferencia, la desidia, un campo yermo y cadavérico de emociones. Esa encrucijada a la que aludíamos la forman dos caminos divergentes: la ruptura definitiva o una prolongación insulsa del amor. Los valientes optan por transitar dolorosamente el primer camino: se apuesta por la herida limpia, brusca, que sanará felizmente con el tiempo y dejará una hermosa cicatriz, la huella muda y visible de un amor fallido. La alternativa de la prolongación, por otra parte, es un sendero que se toma, en muchos casos, por comodidad, por los hijos, por haber efectuado un cálculo interesado, y también por cobardía.
Es esta forzada continuación, esta permanencia aterradora entre los despojos humeantes del amor, un pacto de cortesía, un acuerdo meditado entre personas educadas que no desean hacerse daño. El autoengaño, sin embargo, consta de algunas frases especialmente reconocibles y delatoras: «Bueno, ahora nos queda el cariño». Sí, desde luego. El mismo cariño que podría sentirse perfectamente por una simpática y entrañable mascota.
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