Opinión | Tribuna
La conciencia

La conciencia.
Ríase usted de aquella atenta mirada, cuando niño, que lo perseguía a uno como un perro guardián, la mirada estricta y vigilante de la madre, la del padre, la de la abuela, la de la hermana mayor, que no lo dejaba a uno moverse con libertad, a sus anchas, que lo hacía sufrir la censura en el amago de cada travesura, esa mirada rigurosa acompañada invariablemente de un fruncimiento entre cejas. Ríase usted también de esos cuerpos de policía celosos y feroces que obedecen fielmente al dictado arbitrario de algunos tiranos, prestos a blandir garrotes en nombre de la patria. Ríase, ya puestos, por qué no, de ese amigo benévolo y tozudo, de ese amigo santurrón, empeñado en guiarnos el paso, en señalarnos los baches del camino, en apartarnos a toda costa las espinas, en proteger nuestra honra desviando las malas corrientes del río, de ese buen amigo erigido en brújula infalible y sagrada. Sin embargo, nada, absolutamente nada hay tan machacón, tan porfiado y reprobador como la propia conciencia. Todo lo apuntado arriba no es más que agua tibia de borrajas.
La conciencia, esa bruja impasible y severa, vigía encaramada cómodamente a la empinada atalaya de las flaquezas, siempre con el dedo en alto, apuntando a la luna, escudriña hasta el menor de nuestros tropiezos. Ay de aquellos pecadillos que ya creíamos olvidados: ella los mantiene vivos y coleando en el recuerdo. Ay de aquellos deslices, de aquellas traiciones piadosas, de aquellos procederes groseros: ella los despoja, una y otra vez, de ese polvo silenciador con que tratábamos de encubrirlos. La conciencia, agria y malcarada bruja, va recogiendo en silencio, con suma habilidad, los fragmentos astillados de nuestra culpa, que, como miguitas de pan, arrojamos descuidadamente a nuestro paso, delatando las faltas de ayer, descubriendo un reguero de viejas vergüenzas. Ay de aquella manita larga con que hurgamos en un tesoro ajeno…
La conciencia nos contempla de hito en hito, aprendiendo de memoria hasta el último de nuestros vicios. Conoce la melodía de nuestras mentiras, se sabe de carrerilla la tabla con que multiplicamos los desplantes y las intrigas, y no pierde ocasión, llegado el momento oportuno, de hincarnos en las costillas el sigiloso puñal del remordimiento. Se relame, astuta bruja, desnudando hoy ante nuestros ojos el rastro de aquellos yerros que habíamos relegado convenientemente al olvido. Ataca de noche, al amparo de las siniestras penumbras, estremeciendo el sueño, rasgando los finos velos del descanso. Ah, obstinada y resentida conciencia, que no perdonas un ligero traspié, que te ensañas gozosa con la oveja descarriada, que recaudas despreciables tributos al abrigo de tu odiosa venganza.
Es muy habitual, muy de terca naturaleza humana, creernos a salvo de las cuentas que algún día debiera ajustarnos la conciencia. Pero ese día llega, irremediablemente. Es ineludible cita, por más que se demore. Y no hay arrogancia ni amor propio que con ella pueda. No hay blindaje ni escudo que logre parar el golpe.
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