Opinión | La pluma y el diván
La muerte agradable

La muerte agradable / INFORMACIÓN
Nos pasamos prácticamente toda la vida bregando con la muerte, de forma real o imaginaria, la primera como parte del ciclo vital y la última, mucho más chunga, formando parte de nuestro imaginario irracional de desastres posibles.
Durante la infancia son los angustiados adultos los que nos protegen de cualquier mal que nos aqueje, advirtiéndonos constantemente de la fragilidad de nuestra existencia, buscando el bienestar y la supervivencia, y acallando los temores más ocultos hacia la parca.
Saramago en su novela Las intermitencias de la muerte, nos muestra la cara amable de todo un país que goza del privilegio de no morir. La gran paradoja la plasma magistralmente en las consecuencias que conlleva vivir sin morir, porque romper los ciclos de la naturaleza acarrea sinsabores aún mayores que la propia muerte, arrojándonos a un caos que nos arrastra a pedir a gritos que nos ayuden a morir.
Comprender el fin es algo a lo que nos resistimos, intentando justificar desde la razón ilustrada que todo tiene un principio y un final, y esa es la máxima última de todo ser vivo.
Ante el estertor de un ser querido dibujamos en nuestra memoria los acontecimientos más calados que pasamos junto a él, repasamos con vehemencia los instantes emotivos que cubrimos a su lado, rogamos en silencio que la agonía sea corta y placentera, alejada del sufrimiento al que unimos indefectiblemente la expiración como indisociables aun sin saberlo, porque la aunamos a la enfermedad y al dolor.
Frente a la muerte súbita, la inesperada, solemos estar completamente indefensos, inconscientes de su devenir mostramos una incapacidad patente para asumirla y aceptarla. Por ello ante un accidente donde se quiebran las vidas de parientes o amigos, nos rompemos por dentro como si nos desgajaran, sintiendo el impulso malévolo de renunciar a la razón de aquellas cosas que nos mantienen en la creencia de que somos fuertes, irrompibles e imperecederos.
La cosa cambia sustancialmente cuando la muerte es anunciada, por la edad o por la enfermad, y somos sabedores de primera mano de que se está llegando al último peldaño. Cuando se aviene de forma tranquila, la llamamos descanso, como si la vida supusiera una auténtica lucha diaria por sobrevivir y la muerte significara ese relajo necesario para emprender una nueva dimensión en paz.
Aunque hablar de la muerte nos incomoda, es una compañera de viaje incansable que jamás abandona, siempre al acecho, atenta al más mínimo descuido. Pero en el fondo, todos soñamos alguna vez con una muerte agradable o eso que llamamos la muerte dulce, sosegada, esperada con un anhelo especial, soñamos con quedarnos dormidos y no ver un nuevo amanecer.
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