Opinión | Tribuna
El rapto de Benidorm

Vicent Pérez Devesa. / MORELL / EFE
En estas fechas, alfasinos, nucieros y alteanos nos preparamos para celebrar nuestra onomástica más entrañable y festiva: San Vicent. Una celebración que habita en lo más profundo de nuestros corazones y nos transporta a momentos imborrables de la infancia, vividos primero con nuestros padres y, más tarde, con los amigos, en el incomparable paraje del Captivador y su Ermita: «Encrucijada histórica de pueblos», como reza el subtítulo del minucioso estudio que sobre este enclave y la figura del Pare Vicent realizaron con entusiasmo J. Soler, R. Frías y A. Castillejo, devotos del santo y alfasinos de pro.
El nombre de Vicente, por otro lado, es uno de esos pocos que resisten con dignidad el paso del tiempo, las modas y los esnobismos. ¿Quién no tiene algún Vicente entre sus amigos o familiares? Yo, personalmente, guardo especial admiración por uno en particular, al que las circunstancias me llevaron a colocar en lo más alto de mi altar laico de referentes: el añorado Vicent Pérez Devesa, alcalde de Benidorm por antonomasia. Un auténtico verso libre del municipalismo, que supo conjugar su militancia política con su amor por la pilota valenciana y la música de Lluís Llach.
Recuerdo con nitidez aquel momento, poco después de la moción de censura en L’Alfàs del año 2002, cuando el Partido Popular celebraba la consecución, por primera vez en democracia, de su alcaldía. En la gala inaugural del Festival de Cine desembarcaron consellers, diputados y altos cargos en tal número que el espectáculo recordaba al «Día D» en Normandía. Y sin embargo, solo alguien como Vicent fue capaz de abandonar la pompa y la ceremonia para cruzar el auditorio de la Casa de Cultura, acercarse a mí —recién estrenado portavoz del grupo independiente en la oposición, al que no conocía de nada— y ofrecerme unas palabras de ánimo y una palmada sincera en la espalda. Sic transit gloria mundi.
Ese gesto tuvo en mí un efecto profundamente balsámico, en un contexto de crispación extrema. Fue una lección impagable, que por suerte —pues Vicent nos dejaría pronto— pude agradecerle en persona tiempo después.
Pero hoy no solo el recuerdo entrañable me lleva a evocar su figura. También lo hace una inquietud: la sentencia firme del Tribunal Supremo que obliga a su querido Benidorm a pagar más de 300 millones de euros, con un coste diario en decenas de miles que amenaza con devorar el futuro de la ciudad. Un golpe de magnitud similar al de la dana en los municipios valencianos. Con Vicent, esto jamás habría llegado tan lejos.
Lo más desconcertante es que aquí nadie parece darse por aludido. Todos esperando que escampe, en un asunto de tal envergadura que incluso en algún momento de la sentencia se menciona a la Generalitat como responsable subsidiaria, aunque no figure así en el fallo definitivo. ¿En un caso que lleva más de veinte años en los tribunales (como bien subraya el propio Supremo), nadie lo vio venir? ¿Nadie fue capaz de alzar la voz, aunque fuera para soltar un ridículo «jope»?
Benidorm, tocada por la varita mágica en tantos aspectos, no ha tenido igual fortuna con algunos de sus alcaldes, salvando honrosas excepciones como Pedro Zaragoza y, por supuesto, Vicent Pérez Devesa.
Catalán Chana intentó, con acierto, que la ciudad trascendiera los clichés con iniciativas como los cursos de verano junto a la Universidad de Alicante, pero fue arrollado por Zaplana y la moción de censura del «Marujazo». Con él comenzó la fiesta… y nuestra ruina. La inauguración simbólica fue una falla monumental: Sierra Cortina. La mayor pinada del Mediterráneo ardió por los cuatro costados, como me contaba un bombero que participó en su extinción. Toda una premonición.
A Benidorm, sin embargo, el cartagenero Zaplana le quedaba pequeño. Nunca fue más que un trampolín. Fenoll no pasó de ser una especie de ortodoncia en la política municipal, y Agustín Navarro, ya con el PSOE, bastante hizo con lo que tenía al lado (y, sobre todo, detrás).
Por eso muchos quisimos ver en Toni Pérez, con el plus simpaticón de su xirimita, una suerte de reencarnación de Pérez Devesa. Pero el tiempo —ese escultor implacable, como decía Yourcenar— ha ido perfilando sus verdaderas facciones, más próximas a las del siniestro flautista de Hamelín. La sentencia del Supremo ha roto por fin el hechizo de su dolçaina, y todos han despertado… justo cuando ya están a los pies de los caballos.
Así las cosas, solo veo dos salidas posibles. La primera, que Vicent Pérez Devesa, devoto de la patrona de Benidorm hasta el final —nos dejó el mismo día de la Mare de Déu dels Sofragis—, preste un último servicio a su ciudad e interceda ante ella. Sin olvidar, por supuesto, a San Vicent Ferrer, gran hacedor de milagros, quien en su última carta a los valencianos dejó dicho: «que vivan tranquilos, que mi protección no les faltará jamás». Tómesele pues la palabra.
La segunda opción es rezarles a ambos para que Trump no se entere de la situación financiera de la ciudad… y le dé por comprársela, Canfali incluido.
Crucemos los dedos… o encendamos unas velitas. Cada cual que elija su fe.
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