Opinión | Tribuna

Los aromas de antaño

Una persona remueve las castañas típicas en la temporada de invierno.

Una persona remueve las castañas típicas en la temporada de invierno. / Germán Caballero

Todos los días me pregunto qué ha ocurrido para que hayan desaparecido los aromas de antaño. Ya no se huele a nada agradable, tan solo a los gases emitidos por los vehículos, a la basura depositada en los contenedores y aledaños y a los orines de los perros.

Me gustaría comentarles a mis amables lectores, sobre todo a aquellos que no han conocido, por su juventud, cómo se percibían los olores en mi época de niño. 

¿Recuerda alguien el olor del mar en Alicante? Seguro que si le cubren a uno los ojos con un paño negro, le ponen en La Rambla y le preguntan dónde se encuentra, lo mismo la respuesta puede ser Badajoz, Ciudad Real o, qué sé yo. Cuando yo venía de niño a Alicante en el tren, al llegar a Torrellano, sin ni siquiera divisarse el mar, penetraba por las ventanillas, junto con la carbonilla de la locomotora de carbón, un aroma a mar, una brisa salada, se experimentaba una sensación de cambio al pasar del secano a la ciudad marítima.

En los pueblos se olía a pan recién hecho, a pastas de Navidad… Las tabernas despedían al pasar por la puerta de alguna un olor a vino que se introducía en los sentidos. En invierno, a la caída de la tarde el aire se impregnaba del olor a los braseros de picón. Cuando salían los críos de los colegios las madres les daban para merendar pan con aceite y azúcar; aquellas rebanadas olían y sabían a eso: pan, aceite y azúcar. ¿Sabe alguien cómo huele ahora el aceite? ¿O la sobrasada? ¿O el salchichón…?

Recuerdo cómo olían los colegios a lápices, gomas de borrar, tiza, tinta de la que ponían en aquellos tinteros de plomo incrustados en los pupitres de madera…

En las tiendas, llamadas entonces de ultramarinos, se olía a mantequilla a granel, a charcutería, a aceite que salía del surtidor manual, era un sinfín de olores que se entremezclaban y sabías en todo momento, sin mirar, dónde te encontrabas.

Los cines olían a cine. No me pregunten qué clase de olor es ese, pero tenían un olor peculiar. Era una mezcla del tapizado de las butacas con las pipas, cacahuetes, caramelos y demás chucherías…

Las confiterías te llevaban a ellas el aroma, en la calle donde había una podías encontrarla con los ojos cerrados. 

Parece que hemos pasado a vivir en un mundo insípido, donde si se percibe algún aroma es desagradable e insano. A mí me gustaría poder partir una fruta y saber, sin mirarla, lo que voy a tomar. Me gustaría pasar por un río y oler a agua, anguilas y cañas mojadas, no a cloaca. Aromas que evocaban momentos y emociones en un mundo de autenticidad y calidez.

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