Opinión | Dàtils i magranes

Una España menguante

Un hombre aguarda a las puertas de un centro médico en el campo de refugiados de Bojador, en una imagen de archivo.

Un hombre aguarda a las puertas de un centro médico en el campo de refugiados de Bojador, en una imagen de archivo. / MANUEL LORENZO / EFE

La educación cívica suele presentar el territorio del Estado como un espacio de soberanía consolidado e, incluso, en vías de expansión, por recuperación o conquista. Las Constituciones estatales suelen por ello proclamar la unidad e intangibilidad del territorio nacional, identificando incluso sus componentes y límites, prohibiendo cualquier cesión territorial o sometiendo los tratados que le conciernen a un severo escrutinio. Bajo estas condiciones las pérdidas territoriales, patológicas, tumban gobiernos, obligan a hacer ingeniería jurídica, aprestar las velas para una larga singladura de frustración colectiva y ajustar la vida común a una realidad sobrevenida.

En términos históricos el territorio de España ha ido menguando desde la primera de nuestras Constituciones -la Pepa, promulgada el día de San José de 1812 en Cádiz- sin que sus preceptos proclamando la irreductibilidad de un territorio asentado en varios continentes fueran un baluarte eficaz para conservarlo, pues una norma -aún fundamental- es una pajarita de papel cuando el contexto político, económico, social e internacional le es adverso.

Si a comienzos del siglo XIX la Corona perdió su asiento territorial en el continente americano y en Santo Domingo, en 1898 Estados Unidos, imperio emergente, nos obligó a salir de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. También nos vimos forzados a entregarles Guam, en las Marianas, y nuestra pequeña venganza fue vender a los alemanes el resto de nuestras residuales posesiones insulares en el Pacífico. Fue este siglo, que Jover calificó de recogimiento, reflejo físico de nuestra perdida condición de gran potencia en la que nunca se ponía el sol.

La tardía atención que, a modo de compensación carminativa en el trance de la decadencia, se prestó a África permitió nuestra modesta participación en el reparto colonial e inspiró una política que condujo, con el tiempo, a una provincialización del Sahara, Fernando Poo y Rio Muni, arrasada abruptamente por el proceso de la descolonización urgido por las Naciones Unidas. La isla de Fernando Poo, rebautizada Bioko, sus dependencias insulares, más Annobon, y el territorio continental de Rio Muni, se convirtieron el 12 de octubre de 1968 en la República de Guinea Ecuatorial, un país que conserva el español como lengua oficial.

Diez años antes, en 1958, España había retrocedido a Marruecos, tras una guerra ignorada por los medios de comunicación, el enclave de Ifni, botín de una victoria centenaria. En 1976, el 28 de febrero, abandonamos Sahara en manos de marroquíes (y mauritanos) en uno de los episodios más ominosos de nuestra historia contemporánea. Mientras Naciones Unidas no considere consumada la descolonización, mediante la libre determinación del pueblo saharaui, España sigue siendo responsable legalmente del territorio, actualmente ocupado en su parte útil por Marruecos, que ha ido procediendo a alteraciones demográficas incompatibles con los principios imperativos de la descolonización. La sociedad civil española se ha comportado con el pueblo saharaui con la empatía y solidaridad negadas por nuestros sucesivos gobiernos, mezquinos, entregados a los grupos de presión pro-marroquíes y a los cálculos de la real-politik. Siendo durante años Pilatos -negando el titulo marroquí a un Sahara que le habíamos entregado, a menos que el pueblo saharaui se pronuncie libremente por la integración en el reino alauita- nuestros gobiernos han ido asumiendo perfiles herodianos, alineados con Estados Unidos y Francia, en la búsqueda de fórmulas legitimadoras de la soberanía de la potencia ocupante. Una vergüenza.

Marruecos quiere más. Ceuta, Melilla, los peñones de Vélez de la Gomera y de Alhucemas y las islas Charafinas, son reivindicadas por nuestro vecino transfretano. En los tiempos de Hassan II la reclamación se acompasó a los avances de la pretensión de España sobre Gibraltar; pero esta unción ha desaparecido ante el riesgo de aplazarse ad calendas graecas. Al margen de los títulos que abonan nuestra soberanía más allá del Estrecho y de operaciones de comandos, como la festejada en el islote de Perejil, donde las cabras que allí triscaban se vieron sobresaltadas por el vivaqueo de unos gendarmes marroquíes, pronto arrestados por las boinas verdes del ministro Trillo, la condición de ciudades europeas es hoy la mejor defensa de las plazas norteafricanas. En cuanto a los peñones y las islas, son de España, sí; pero, ¿son España?

El riesgo de implosión en la península ibérica es, sin embargo, la más grave de las amenazas de esta España históricamente menguante. Este riesgo tiene sus precuelas, pero goza, lamentablemente, de una inquietante actualidad cuando partidos y movimientos nacional-separatistas tratan de desvincular el futuro de algunas comunidades autónomas con fuerte identidad propia del mañana de una España hoy encogida, carente, al parecer, de un proyecto de Estado que pueda ilusionar a los ciudadanos, más allá del fútbol.

Además, en el Estado formalmente democrático, la ocupación de las instituciones locales por quienes empiezan por quebrantar la lealtad constitucional, punto de partida de su desprecio de la ley, alimenta fuerzas centrífugas que, cuando cuentan con respaldo social en la calle, son difíciles de combatir por mucha razón legal que se tenga para ello. Las acciones coercitivas para imponer el respeto de la Constitución son un regalo para los separatistas, siempre dispuestos a presentarse como víctimas y denunciar la violación de derechos y libertades, en la que ellos son duchos. Si hace cincuenta años fracasó en Canarias el MPAIAC, liderado por el entonces célebre Cubillo, fue justamente porque nunca contó con respaldo social en las islas y quedó en evidencia su condición de peón de la política argelina en el área sahariana frente a una España especialmente vulnerable.

Cuando los nacional-separatistas afirman que es la población de una comunidad autónoma quien tiene el derecho exclusivo de decidir su futuro, incluida la secesión del Estado, están sosteniendo una política acorde con sus intereses, despojando a los demás españoles del derecho, que se desprende de la Constitución misma, a decidir sobre el destino común. Promulgada el 6 de diciembre de 1978, no faltan los desafectos a festejar los cumpleaños de la Nicolasa, o están dispuestos a interpretarla de manera tan peregrina que sea irreconocible para sus mismos padres.

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