Opinión

El estilo como destino: una cuestión de dignidad en el fútbol

Los jugadores del Elche celebran un gol esta temporada.

Los jugadores del Elche celebran un gol esta temporada. / Matias Segarra

No es el gol, ni el escudo, ni la victoria a última hora. Es el cómo. El modo en que un equipo se planta en el campo, se defiende, ataca, cae o resucita. La forma en la que un club se reconoce frente al espejo cada mañana, incluso cuando la clasificación lo empuja a mirar al suelo. El estilo no es un añadido, es la esencia. El alma. La última trinchera cuando ya no queda nada. Y en el fútbol —como en la vida— no hay mayor tragedia que no tener ni siquiera eso: estilo. Porque sin él, no hay orgullo posible. Ni historia que contar.

La distinción no se compra ni se improvisa. Se forja. En la cantera, en los pasillos de la ciudad deportiva, en las conversaciones de café entre empleados que llevan veinte años sirviendo al club como si fuera su propia sangre. Se construye en la forma en que un chaval aprende a mirar de frente a su rival sin odio, con respeto. En la manera en que el equipo salta al campo un domingo cualquiera: no a sobrevivir, sino a conquistar. A dejar algo más que tres puntos. Un gesto, una firma, una forma de estar en el mundo.

Porque correr saben todos. Pero no todos corren con propósito. No es lo mismo correr para huir del miedo que hacerlo para abrazar la gloria. No es igual pelear por no bajar que soñar con subir. No se parece en nada entrenar por obligación que hacerlo con la convicción de representar a un lugar, a una gente, a una historia. El estilo lo cambia todo, incluso cuando el marcador dice lo contrario. Es lo que nos hace reconocibles. Y si no somos distintos, entonces ¿para qué jugamos?

Vivimos tiempos oscuros para los románticos del balón. La dictadura del resultado, ese dios pequeño y efímero, ha convertido el juego en una industria que premia la eficacia por encima de la belleza. Pero hay clubes —pocos— que todavía entienden que la dignidad no se negocia, que el estilo es una forma de resistencia. El Elche, si quiere ser algo más que un club que sube y baja, debe aspirar a eso. A dejar de medir su valor en goles y hacerlo en coherencia. En identidad.

Mire usted al Real Madrid, que tardó 36 años en volver a ganar su séptima Copa de Europa. Pero no por ello dejó de ser el Real Madrid. Porque su estilo, ese aire señorial, esa búsqueda permanente del respeto propio y ajeno, nunca se fue del todo. Eso es lo que permanece cuando los trofeos se empolvan en las vitrinas: una forma de estar en el mundo que no depende del resultado. Una marca indeleble que sobrevive a los fracasos. La identidad.

Un club como el Elche no debería aspirar sólo a subir a Primera. Debería soñar con algo más profundo: ser recordado por cómo juega, cómo forma, cómo educa, cómo integra. La cantera, las escuelas, la ciudad deportiva, la manera de vestir, de comunicar, de recibir al rival. Todo habla. Todo deja rastro. Y en ese rastro debe estar la cultura de un club que no tiene por qué ser grande en títulos, pero sí en valores. En estilo.

No es poesía. Es estrategia. En un mundo donde la diferencia es oro, donde las organizaciones luchan por ser reconocibles entre millones, el fútbol tiene una ventaja: el corazón. La emoción. Pero eso también se entrena. Se trabaja. Se cultiva. Y cuando un aficionado, tras gritar, saltar y llorar durante noventa minutos, vuelve el lunes a su vida de ciudadano, necesita saber que su equipo no sólo juega, sino que representa algo. Que pertenece a algo. Que no tiene que agachar la cabeza ni siquiera después de una derrota.

Eso es el estilo. Y es más difícil de lograr que cualquier título. Porque no se gana, se cultiva. No se compra, se defiende. Y no se pierde nunca, salvo que uno decida rendirse. Por eso hay que hablar del estilo, cuidarlo, escribirlo en las paredes de los vestuarios, en los manuales de formación, en las ruedas de prensa, en las camisetas que los niños se ponen con orgullo. Porque un club sin estilo es un cascarón vacío. Y uno con estilo, incluso en Segunda, puede mirar al mundo con la cabeza alta.

Así que que nadie se confunda. Los títulos son efímeros. El estilo, si es auténtico, es eterno.

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