Opinión | Tribuna

Viejos y solos

Un anciano sentado en un banco de la calle Obispo Tormo, en Elche.

Un anciano sentado en un banco de la calle Obispo Tormo, en Elche. / Áxel Álvarez

Cuando se dedica un momento a pensar en la vejez, en el final de la vida, cuando se reflexiona sobre el ocaso de apergaminados y sombríos horizontes, uno está muy lejos de admitir, por lo general, que esa vejez, que ese final, que ese ocaso, tarde o temprano, será el suyo. Es decir, se asume la carrera continua del reloj, infatigable verdugo, se comprende el paso tozudo e inevitable del tiempo, pero la vejez propia se visualiza amablemente, como a través de un filtro embellecedor. Desde el privilegiado torreón de una juventud en apariencia invencible y eterna, el final de nuestra vida se proyecta en la imaginación sin achaques, sin dolor, sin derrota, sin aislamiento. Se niegan rotundamente el abandono, la tristeza y el desamparo. Se idealiza, probablemente por vanidad, o quizá por un vago e indefinible terror, una vejez armoniosa y satisfactoria, una etapa prometedora, rebosante de flamantes oportunidades: viajes exóticos, dulzuras, descubrimientos y deliciosas meriendas.

En cambio, la cruda realidad de innumerables ancianos nos resulta ajena y novelesca, nos resulta ilusoria. Algunos de ellos sobreviven tan solo a escasos metros de nosotros, apenas al otro lado del tabique, atormentados por el transcurrir temible de los días. Al vecino anónimo, discreto, sembrado de arrugas y de alegrías marchitas, le desgarra el alma cada nuevo atardecer. Los recuerdos se arremolinan delicadamente en su ventana, más allá de las cortinas, y acarician el cristal con suaves y repetidos tintineos, y le desordenan amargamente los latidos del corazón. Está solo, como tantas otras personas en el crepúsculo de una vida extensa y tortuosa, tan solo, tan invisible para el resto del mundo que a veces no logra siquiera encontrar su figura en el espejo. Ha aprendido a escurrirse a ciegas por la casa, silenciosamente, ha aprendido a transitar sus largos y agotadores recorridos sin tropezar, sin causar molestias, en una casa transformada hoy en inmenso y frío páramo, donde cada estancia, cada relieve, cada sombra lo hiere y lo transporta al abismo de un pasado irrecuperable y feliz.

Algunas noches, aprovechando que el reloj está dormido, nuestros ancianos se envuelven en los tibios lazos de una fantasía pasajera, donde, conmovidos, se dejan seducir nuevamente por las auroras del otoño, por la melodía de una lluvia caprichosa en el tejado, por las amapolas sangrando voluptuosamente en el campo, por la húmeda brisa del mar, y el fugaz e impetuoso deseo de vivir les alumbra el alma durante unos instantes, como cuando releemos a escondidas la carta gastada de un apasionado amor de juventud.

Nuestros mayores se mueren viejos y solos, arrumbados en oscuras cunetas. Son una carga, una incomodidad. Suponen un fastidioso inconveniente para un mundo dinámico, vertiginoso, para un mundo atolondrado que se reinventa prodigiosamente cada día y premia con ruidosos honores la inmediatez, la carencia de principios, la sofocante frivolidad. Son un obstáculo enojoso para un mundo que trasnocha, que no descansa, que celebra agitadamente la vida. Son un descomunal estorbo para una sociedad arrolladora y jovial, y, muy especialmente, para sus propias familias.

Tracking Pixel Contents