Opinión | Una mirada a mi ciudad

Topografía del terror

Vista aérea de los edificios destruidos en Jabalia, al norte de la Franja de Gaza, por el ejército de Israel en una ofensiva que también ha dejado decenas de miles de muertos.

Vista aérea de los edificios destruidos en Jabalia, al norte de la Franja de Gaza, por el ejército de Israel en una ofensiva que también ha dejado decenas de miles de muertos. / Haitham Imad /EFE

Las ciudades son lugares de vida y libertad. El antiguo dicho medieval de «el aire de la ciudad hace libres a los hombres» se ha expuesto tradicionalmente como paradigma de que la ciudad suponía un modelo de vida que permitía al hombre realizarse en libertad. Por oposición al cerrado mundo rural, inmerso en la feudalidad, la ciudad nacería del ansia de libertad de unos siervos sin derechos.

Hoy queremos meditar sobre aquellas ciudades que no son libres; más exactamente vamos a comentar aquellas ciudades que se convirtieron en campos de internamiento y reclusión. Y específicamente un tipo de barrio que rodeado por un muro se separaba de la ciudad, impidiendo a los que allí vivían participar de la vida ciudadana. Estos barrios que se han denominado guetos nacieron en una isla de la Venecia medieval para situar en ella a los comerciantes extranjeros, en un emplazamiento que impidiera el espionaje a la República de San Marcos.

Pero al hablar de guetos no podemos dejar de pensar sino en la Segunda Guerra Mundial y en el confinamiento de judíos en barrios aislados del resto de la ciudad. Tal vez el más estudiado de todos los guetos sea el de Varsovia. La historia es sobrecogedora. El barrio se rodeó de un muro de ladrillo y se confinó en su interior a los judíos de la ciudad. Posteriormente fueron deportados judíos desde regiones vecinas e internados en el gueto. La superpoblación, la falta de alimentos y la higiene deficitaria causaron miles de muertos por inanición y enfermedades infecciosas.

Mientras tanto, se ideó «la solución final». Ante la imposibilidad de los primeros planteamientos que iban en el sentido de trasladar a los judíos europeos a Madagascar u otro lejano lugar (incluso se pensó en Siberia); se decidió la simple eliminación de la población judía. Se crearon así campos de exterminio compuestos por cámaras de gas y quemaderos como Treblinka, donde se ejecutó a más de un cuarto de millón de judíos. A su vez, junto a alguna ciudad de internamiento y explotación como Auschwitz, se situaron cámaras de gas y hornos para implementar esa solución final. La eliminación total del pueblo judío había comenzado.

Ante semejantes perspectivas, la población del gueto de Varsovia se sublevó. Careciendo de armas pesadas, su resistencia fue aniquilada por una división del ejército alemán que aplicó la artillería de un modo sistemático. Fueron pasados por las armas la mayoría de los habitantes que aún permanecían allí, reduciendo a cenizas los edificios y aniquilando el propio gueto. Finalmente una vez convertido todo en cenizas se construyó en su lugar (o mejor no-lugar) un campo de concentración. El campo estaba aislado, rodeado por restos de manzanas reducidas a la nada y de escombros con restos humanos pudriéndose entre las ruinas. El campo de concentración de Varsovia era mucho más pequeño que el gueto y circunvalado por alambradas contenía una multitud de prisioneros.

Del gueto de Varsovia no quedó por tanto ningún resto que pudiera servir de muestra de lo que fue una ciudad del miedo y la destrucción. Sólo podemos acudir a relatos de los pocos supervivientes para entender cómo funcionó esta ciudad. Sin embargo, Juan Mayorga, en una magnífica obra teatral titulada «El Cartógrafo», nos relata la búsqueda en nuestros días de un supuesto plano levantado por un cartógrafo judío que vivía en el gueto. Además del estricto levantamiento métrico, habría intentado cartografiar el terror. Os recomiendo vivamente que la veáis o la leáis. El mero hecho de establecer una topografía del terror resulta aterrador.

De joven fui aficionado a las novelas góticas de Lovecraft. El terror aparece asociado a situaciones lejanas, civilizaciones perdidas, mitos olvidados, cultos malignos que tal vez hoy continúen… Se trata de un terror de ficción. ¡Una magnífica ficción! Pero el problema radica cuando nos enfrentamos a un terror real y próximo. Un terror impuesto por un pueblo civilizado, el alemán, a otro pueblo no menos civilizado, el judío, al que hizo responsable de los males de Alemania. Y es que hay que pensar que, según la ética kantiana, el «deber» impone la necesidad de tomar soluciones sobre aquello que aflige a Alemania. Así, la eliminación de los judíos, como responsables de las penas que atribulaban al país, se convirtió en pura exigencia del deber ser.

Lo más curioso es que hoy el mismo pueblo que sufrió las atrocidades nazis se ha convertido en un opresor del pueblo de Gaza. Para ello ha reproducido un conjunto de actuaciones bárbaras en las que el pueblo vecino no merece la calificación de humano y, por tanto, son permisibles las actuaciones más viles. Esperemos que el pueblo judío recapacite y atenúe unos comportamientos claramente criminales.

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