Opinión | Tribuna

El Apagón, la dana y la ELA

Una paciente con ELA y su cuidador.

Una paciente con ELA y su cuidador. / adELA

Recientemente hemos vivido dos impactantes sucesos, la dana y el apagón, que han evidenciado la extrema vulnerabilidad que muchas personas y sus familias soportan en su vida cotidiana. Cientos de miles de personas dependientes y/o enfermas se vieron abocadas a momentos de auténtica angustia.

Patologías como el párkinson, el alzhéimer, el cáncer, así como muchas otras enfermedades minoritarias y poco conocidas —como la esclerosis lateral amiotrófica (ELA)— agravaron aún más la situación de muchas personas durante estos dos episodios dantescos. Y, por supuesto, sin olvidar a quienes viven con alguna discapacidad, cuya situación también fue crítica.

Reivindicar el apoyo a todas ellas ya no es una opción, es una obligación. Toda ayuda ya era poca —y después del apagón y de la dana, todavía más— para afrontar las dificultades que viven en su día a día. Asimismo, tampoco podemos ignorar que la inversión actual en investigación e innovación sigue siendo claramente insuficiente para avanzar científicamente en la búsqueda de soluciones para estas enfermedades, especialmente en aquellas minoritarias.

Dos experiencias han marcado mi vida: el fulminante cáncer de pulmón que se llevó a mi padre y la devastadora ELA, cuyo rápido avance llevó a mi madre a tomar la decisión de dejarnos voluntariamente.

Ambos, mi padre y mi madre, en la fase final de sus duras travesías por la enfermedad, dependían de una máquina de oxígeno y de otros elementos cotidianos para la sociedad, como un simple ascensor. Ambos dispositivos dependen de algo tan esencial como la electricidad para funcionar.

Si hubieran estado en ambos sucesos, ni puedo ni quiero imaginar la angustia que habrían vivido mis padres, o dos de mis mejores amigos —también fallecidos por ELA hace tiempo— durante y después de la dana y el apagón, ante la posibilidad de quedarse sin oxígeno o sin poder bajar las escaleras para acudir a urgencias. Todo por algo tan básico como la falta de electricidad o la imposibilidad de usar un ascensor. Muchas personas enfermas y sus familias sí vivieron esa pesadilla, algunas todavía la están viviendo. Y la espada de Damocles sigue ahí, siempre presente, porque son muchos los aparatos eléctricos de los que depende su vida.

Pasará el tsunami mediático de la dana —aunque los damnificados rogaban a los medios: “No os vayáis”—. Se acabará el debate del apagón. Antes o después, se producirá la llamada Reconstrucción. Esperemos. Más pronto que tarde se solventará el desconocido problema que causó el apagón. O no. Pero la esclerosis lateral amiotrófica no desaparecerá. Por ello, es necesario reivindicar dos cosas: una mayor inversión en investigación para avanzar en la solución de esta enfermedad, y acelerar la puesta en marcha de la llamada Ley ELA.

Sucesos como la dana y el apagón deben servir para que los gobernantes piensen en la situación límite en la que viven muchas personas enfermas, a diario, especialmente quienes no tienen recursos. Sin duda, es una reflexión que deberían hacer los políticos. La ELA es como la lotería: les toca a pocos. Pero, como me dijo el médico cuando se la diagnosticaron a mi madre: “Manuel, os ha tocado la lotería mala”. Siempre digo que, esta lotería, le puede tocar a ricos, a menos ricos, a pobres y a menos pobres. No discrimina. El problema es que, cuando le toca a alguien sin recursos, sin apoyo y sin compañía humana, puede convertirse en una obligada condena a muerte.

Sin entrar en el duro detalle sobre la odisea que supone esta enfermedad, invito al lector a explorar más sobre su cruda realidad. Como ejemplo, recomiendo seguir o leer en medios a personas como Juan Carlos Unzué y a tantas otras que conviven con la ELA y la dan a conocer con valentía.

Afortunadamente, mi madre tuvo la suerte de contar con apoyo durante su batalla: en recursos y, sobre todo, en personas. La razón de su fin fue otra. Ella siempre fue tremendamente valiente y, a la vez, exageradamente generosa. Su amor y su entrega hacia quienes le rodeábamos, posiblemente, fue la causa principal de poner fin al calvario. Nunca pensó en su propio sufrimiento, sino en el que vendría para los demás. Y así se fue. Así era mi madre. Por eso se fue.

Cuando entró en el ensayo clínico me dijo exactamente lo mismo que mi amigo Víctor Piqueras –fallecido por ELA- cuando comenzó el suyo: “Sé que esto no me salvará, pero lo hago con la esperanza de que sirva para las próximas personas que enfermen”. Yo le contesté: “Un día nos levantaremos con la solución. Y que ese día, esa lotería -la buena- le tendría que tocar a alguien. ¿Y por qué no a ti?”. Estos días he sabido que mi madre recibió placebo en su ensayo clínico. No cambia nada. Lo dicho, su propósito y su misión participando en la investigación eran para otros.

La dana fue una tragedia que cambió, para siempre, la vida de muchas personas. El apagón, un aviso que atemorizó a tantos otros. Es clave que los gobernantes no se queden en el relato y que lo ocurrido sirva para impulsar acciones tangibles, cambios reales. Al menos, que sirva para sensibilizarse, reflexionar y avanzar frente a otra dana y otro apagón —esta vez, de la vida— como lo es, en sí misma, la enfermedad de la ELA.

Es de imperiosa necesidad reforzar el apoyo a las personas enfermas, dotar de más medios a los profesionales de la salud y a los cuidadores, e incrementar la inversión en investigación para el avance en la solución de esta enfermedad. ¡Empiecen por la Ley ELA! Porque, como en la dana y en el apagón, el tiempo es vida y la inmovilidad es letal.

Finalizo con mi reconocimiento y agradecimiento a tantas personas que cada día luchan en el barro de la ELA: profesionales de la salud, cuidadores, voluntarios y todas aquellas que forman parte de organizaciones como la Fundación Luzón o ADELA Comunidad Valenciana, entre muchas otras. Como siempre, lo que no hacen unos, lo hacen otros. Así es la verdadera calidad humana. También a los voluntarios de la dana y a las personas que, altruistamente, ayudaron en el apagón. Esperemos que tanto esfuerzo, voluntad y sacrificio no se conviertan en placebo.

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