Opinión

Tener un hijo

Padres e hijos en Elche, en imagen retrospectiva

Padres e hijos en Elche, en imagen retrospectiva / Áxel Álvarez

Es un regalo de los dioses. Gloria bendita. Pocas dulzuras podrían añadirse a este fenómeno prodigioso, conmovedor, sin parangón posible: el de engendrar a una criatura. Se han derramado ya todas las mieles sobre primorosas páginas de papel estucado, con deliciosa y amorosa tinta maternal. Un hijo es una pincelada de tierno barniz en el corazón, el más hermoso bálsamo contra las tribulaciones de la existencia humana.

Ahora bien, aquí venimos a pisotear la alfombra, a romper el molde, a crispar las convenciones. En estos divinos asuntos de la fecundación, no es oro todo lo que reluce. Por no ser, no es ni recurrente oropel, ni destellante hojalata de relumbrón. Si nos ceñimos exclusivamente a esta época vertiginosa y peliaguda, forzoso es reconocer que aventurarse en la creación de un retoño —y hablamos de uno solo, que ya estremece— no es cosa precisamente como para tomar a la ligera. Determinación semejante no tiene periodo de prueba, ni plazo prudente de desistimiento. No hay devolución. Un hijo es, como suele decirse, para toda la vida y esta aseveración impepinable, susurrada al oído en los pasillos del hospital, cerquita del paritorio, provoca un sudorcillo en la nuca, un levantamiento en el cogote de pelillos tiesos como escarpias, un ligero escalofrío en los riñones. Cómo arriesgarse a tener un hijo, valiente hazaña, cuando uno no puede ni pagar los plazos de la furgoneta.

Abrazar la paternidad a los veinte años es una preciosa tragedia griega. Ni siquiera podría llegar a considerarse un chiste, de tan dramático como resulta el golpe. Al recién nacido, prácticamente, se le están colocando los pañales del padre. No hay percepción alguna de estirpe, ni verosímil crianza. No hay presupuesto ni cariño, sino terrible conmoción. A los treinta años, un chiquillo es un estorbo, un engorro de aúpa. Es todavía una época de desmadre y discoteca y, al mismo tiempo, un estimulante e incipiente asomo a la vida social madura: cenas, charlas profundas a la luz de las velas, ideologías nuevas y filosofía de altos vuelos, viajes exóticos, redescubrimiento sexual... Adónde vas con el niño, cargado de biberones y de berridos. A los cuarenta, una criatura llega con los campanazos del último aviso. O te subes al tren o te arrastra la marea. Y de pronto se cae en la cuenta de que todavía quedaba juventud, de que aún restaba un poquito de esa egoísta infantilidad que nos resistimos a perder: qué inconveniente, qué incomodidad andar a puñetazos con el monstruo de la última pantalla del videojuego mientras el chiquillo, a gatas, con el pañal sin cambiar, se enreda peligrosamente entre los cables del ordenador. Y su madre, absorta ante la pantallita del teléfono, despatarrada en el sofá, con los tatuajes sin secar, envenenada con los bailecitos y las sesiones de yoga a distancia.

A fuer de persona coherente, de individuo pragmático, lo razonable no es parir, no es engendrar con dolores bíblicos, mordiendo los pliegues de una sábana, sino adoptar a un vástago de veinticinco años, bien parecido y cobrando el salario mínimo interprofesional. De un mismo escopetazo, se aplaca ese deseo ardiente de ser papás, noble sentimiento, y se esquiva el largo y negro infierno de la crianza: «¿Tiene usted contrato indefinido?». «Sí, señora». «A mis brazos, hijo mío. Bienvenido a casa». «¡Madre!».

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