Opinión | Venga, circule

El club de la comedia

Ana Oramas.

Ana Oramas. / EP

Explicaba una señora hace unos días en la televisión que a la edad de treinta años el ciudadano medio ha de tener ahorrados unos veintisiete mil euros. Me dio la risa y cambié de canal, pero no antes de tener la mala suerte de escuchar a Ana Oramas diciendo algo sobre haber creído o haber pensado que un determinado banco tenía «alma». Tiene Oramas el talento o la virtud de activar en cuestión de milisegundos mi puro instinto de supervivencia. Cada vez que su voz alcanza mi canal auditivo he de hacerme con el mando de la televisión y apagar el aparato. Termino herida de gravedad ante la oratoria que tantos elogian, no tengo claro si porque nunca han tenido delante a un buen orador o una buena oradora o porque, como yo, prefieren disolverse y entregar las armas con tal de no seguir escuchándola. De todas formas, siempre he pensado que Ana Oramas es mejor humorista que oradora (y que política, incluso). La magia del humor es que uno se lo encuentra muy a menudo cuando menos se lo espera, y es esa sorpresa agradable ante el ingenio o la tontería inesperada la que nos empuja a reír. Nada hace tanta gracia como las pequeñas desgracias del día a día si uno sabe verles el hilillo de luz que suele acompañarlas. A estas alturas poco queda que filosofar o debatir sobre el mecanismo de la risa y sus diversas aplicaciones tanto en la ficción como en la literatura, todo está dicho y explicado, pero me encontré hace unas semanas en una de esas situaciones en las que a pesar de tener mucho que decir, escogí fingir estar de acuerdo con mi interlocutor. Es un gran consejo de supervivencia, nunca se debe luchar por salir de las arenas movedizas. Hablando de los chistes y de su proceso de envejecimiento -quizá sería más acertado llamarlo obsolescencia-, comentaba uno de los asistentes a una charla que di a finales del mes pasado que el humor que caracterizaba a la zona en la que había crecido era un humor muy verde, tan verde que se tornaba negro incluso. Esto provocaba que personas que provenían de entornos más «políticamente correctos» o que pertenecían a generaciones más jóvenes que la suya nunca participasen en el intercambio. El humor, igual que todo en esta vida, funciona en una ocasión concreta bajo condiciones concretas ante participantes concretos. Por ejemplo, a mí series como Friends o The Office no me hacen gracia, pero la mayoría de las personas algo más mayores que yo que conozco las consideran el punto álgido del humor en la televisión. Sí cabría preguntarse si el usar risas enlatadas para indicarle al público cuándo ha de reírse no acusa un defecto de fábrica.

Mientras el señor del humor duro, negro y verde pasaba a desentrañar uno de sus chistes ante el resto de los asistentes no pude evitar hacer una mueca al encontrar que aquello que él podía interpretar como gracioso a mí me generaba una clara incomodidad y desagrado. Si bien volvemos siempre a lo de que la rosa seguiría siendo una rosa si tuviese otro nombre ¿que deje de oler a rosa no supone el final de la relación entre el significante y su significado? Fui acusada de ser demasiado joven y demasiado perteneciente al género femenino para entenderlo -era una broma sobre un padre que abusa de su hija y la obliga a mantener relaciones sexuales con él- pero mi incomodidad y la mueca que esta provocó en mi rostro no vinieron de no entenderlo, sino de rechazar por completo la premisa. Diría que a prácticamente nadie le hace gracia un comentario o una imagen que se construye sobre un abuso sexual, por lo que algunas de las características que me describen en este momento (mujer-joven- adulta) no tienen gran peso a la hora de digerir la broma. Quizá funcionara en el pasado, no lo sé yo, pero no funciona ahora y eso es lo que cuenta. Es muy humano buscar el defecto en quienes no se ríen y asumir que no lo han hecho porque no han entendido lo que se decía, sin embargo en ocho de cada diez ocasiones (me invento las estadísticas, pueden reírse) el problema no está en el receptor sino en el emisor, que no hace ni pizca de gracia. A pesar de esto me guardé la impresión porque no me estaban pagando aquella hora para debatir con nadie sino para reírme y hablar de las cosas que suelen hacerme mucha gracia, como las intervenciones de Ana Oramas. Dudo que ella busque tener este efecto en la gente, pero es precisamente esto y no otra cosa lo que la convierte en una gran humorista.

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