Opinión | El indignado burgués

Jarrones chinos

El ex presidente del Gobierno, Felipe González, sale del Tribunal Supremo, esta mañana, donde ha declarado como testigo en el juicio del caso Marey.

El ex presidente del Gobierno, Felipe González, sale del Tribunal Supremo, esta mañana, donde ha declarado como testigo en el juicio del caso Marey. / EFE/A.Díaz

 Lo dijo Felipe González cuando el “sindicato del crimen”, amalgama de medios de comunicación con el PP, algún banquero y gente de pasta, además de una concatenación de errores catastróficos, le echó del poder: “Los expresidentes somos como jarrones chinos en un apartamento pequeño. Se supone que tienen valor y nadie se atreve a tirarlos a la basura, pero en realidad estorban en todas partes”. Claro, la cosa es que un jarrón de la dinastía Ming es valioso por definición y Felipe nunca ha pensado que fuera menos.

Nadie es consciente de que su tiempo ha pasado, aunque la vida le vaya retirando. Menos, cuando, como es su caso, ha tenido silla en consejos de administración muy bien remunerados, lo que le ha transformado en un tipo rico riquísimo. Desconectar de la realidad es una consecuencia directa de convertirse en una estrella del rock. Justo como Aznar, con la diferencia de que su parroquia adora a los magnates y la de Felipe, incluso el propio Felipe, siempre tuvo una prevención contra los ricachones de caricatura. González tiene ahora mismo todos los tics de los ricos de cuna y salpica su discurso, inteligente por otra parte, de sus verdades absolutas, fuera de las cuales está el infierno, gestionado por un tal Pedro “Botero” Sánchez.

Escribió Wilde que la tragedia de las mujeres es que terminan por parecerse a sus madres, y la de los hombres, que nunca consiguen asemejarse a sus padres. O algo así. El drama de los políticos debe ser transformarse en el político nefasto que despreciaban y odiaban cuando empezaban su carrera. Los jarrones chinos que han sido ornato de palacios, no se resignan a decorar pisitos de medio pelo, y por ello son como las columnas de aparcamiento del anuncio de seguros, que tienen vida propia, bastante mala leche, y arañan tiernas aletas o destrozan retrovisores.

Felipe fue muy grande porque tuvo mucha gente detrás que le hizo grande, sin olvidar que la última etapa de su gobierno fue de traca: Gal, OTAN, Filesas, escándalos… Ruido amplificado, y a veces inventado, por la derechona de este país, (aliada con el califa comunista Anguita), a la que se le hacía muy largo no mandar, que es, en su caso, un derecho divino.

Es muy difícil que alguien que llega a un puesto reconozca a sus antecesores. Es imposible que el que lo deja, especialmente si es traumáticamente, valore positivamente a sus sucesores. Se supone que un político que accede a la cima es por definición egocéntrico, soberbio, pagado de sí mismo y prepotente. Está en la masa de la sangre de los que llegan a lo más alto. Felipe y Aznar son prototipos de libro, en las antípodas de un tipo como el expresidente uruguayo Pepe Mújica. Pero de estos hay uno entre un millón.

Cuando alguien ha tenido un poder absoluto, tiene la fantasía de que esta situación se va a mantener eternamente. Si te han movido la silla del partido que refundaste (con otros, que no se olvide) y tienes una influencia cero entre los que antiguamente te adoraban, sientes la tentación de buscar cariño en otra parte, en lo que había sido el enemigo, concretamente. Ya se sabe que los enemigos de mis enemigos son mis amigos, y a González sólo le vale la humillación total de quienes no han mostrado el adecuado respeto a sus canas ni se han dejado teledirigir con su mando a distancia. No es de extrañar que jamás haya tenido un comentario afectuoso o mínimamente positivo por la labor de este gobierno que, en algunos logros, en otros no, responde a su teórica ideología. Es más sencillo hacer una enmienda a la totalidad.

Y no digo que Felipe no tenga razón en muchas de sus opiniones sobre Sánchez, la amnistía o lo que sea, pero desde la torre de marfil y la cuenta forrada sin duda se ven los hechos de forma diferente y tus compañeros de tertulia seguro que no trabajaban de torneros fresadores. Ahora mismo el más humilde militante del pueblo más perdido tiene mayor credibilidad entre los suyos que el que fuera gran gurú del socialismo. Ni bueno ni malo: es un hecho.

Cosas que pasan, si bien me parece a mí que, cuando habla de situación judicial insostenible, se olvida de cuando acompañó a la cárcel a su ministro Barrionuevo y a otros miembros de su administración. ¿Roldán era mejor que Cerdán? En fin.

No quiero olvidarme de escribir unas líneas sobre una persona poco conocida que acaba de fallecer. Vicente Climent, propietario de la sala de fiestas Benidorm Palace, hizo mucho por el turismo y por su pueblo y además era un ser entrañable. Recuerdo cuando Tomás Morató y yo íbamos a contratar año tras año, durante casi una década, la sala para celebrar la tradicional Noche de la Economía Alicantina. Vicente siempre nos planteaba lo mismo: “¿no queréis una actuación con un caballo? A la gente le gusta mucho.” La verdad es que nos resistimos, pero en alguna noche que saltaron chispas en los discursos, no hubiera venido mal para destensar el ambiente. Nos hace falta un caballo.

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