Opinión | En Casa de Gabo
El escritor descalzo
Fui a ver a Gabriel García Márquez, pues, como un entrometido que lo contaría después, cuando al autor de 'El coronel no tiene quien le escriba' le viniera la fama que aun no le había llegado del todo

Mexic Mejico Mexico Casa vivienda de Gabriel García Márquez GABO / Juan Cruz
En aquel entonces, 1971, cuando en España casi todos los días había toque de queda, Gabriel García Márquez me recibió en Barcelona, un día de invierno, que eran épocas propicias para parar cualquier libertad y ordenar persecuciones y encarcelamientos.
Barcelona era una ciudad triste como las sirenas de los policías, pero allí había también de todo, y escritores que empezaron a venir de América Latina alentando lo que todavía no tenía nombre pero que, al cabo del tiempo, empezó a llamarse 'boom'. El 'boom' de la literatura hispanoamericana.
Fue tan fulminante esa explosión que se basó, al principio, en un solo libro, 'Los nuestros', de Luis Hars, que salió de las planchas de la editorial Sudamericana en 1966, que luego todo fue 'boom', hasta que la industria editorial española se puso celosa.
Antes de que sonara aquel explosivo que cambió el rumbo de la escritura en esta lengua venían por aquí, en pos de Carmen Balcells, de Carlos Barral y de Barcelona, gente como Mario Vargas Llosa y como Gabo. Por razones de amistades superpuestas, Gabo recibió en su casa a este cronista como amigo de uno de los grandes críticos de entonces, Domingo Pérez Minik, que escribía para 'Insula' y para 'La Nación' de Buenos Aires.
Don Domingo era un republicano que sufrió cárcel porque era también socialista y liberal, todo junto, que tenía otras amistades en Barcelona. Y fue esa la razón por la que Gabriel García Márquez, que aun no había publicado, aunque sí había soñado, 'Cien años de soledad', accedió a que este insular que aspiraba al periodismo pasara el umbral de sus tardes, cuando no escribía sino que entretenía a los niños.
Esa visita, que fue peculiar y que es, en mi memoria, quizá lo más duradero de mi vida como visitante, fue un atrevimiento del muchacho que yo era, porque no sabía él nada del entrometido y yo no sabía tanto del visitado. Sí concurría un hecho raro, que venía de mi trabajo de joven periodista en EL DÍA de Tenerife, donde sigo. En ese diario me dio por publicar artículos en los que reinventaba el estilo de algunos de los grandes de entonces, los que venían con la huella del 'boom' abriéndose paso. Ni idea tengo de cómo imité a García Márquez, pero lo cierto es que a él, a Carlos Fuentes o a Mario Vargas Llosa los saqué a pasear, diciendo naturalmente que lo que yo hacía era un pastiche en forma de atrevimiento.
Fui a ver a Gabriel García Márquez, pues, como un entrometido que lo contaría después, cuando al autor de 'El coronel no tiene quien le escriba' le viniera la fama que aun no le había llegado del todo. Se trataba de tocar en la puerta. Adentro sabrían quién era esta vez el visitante.
Esas cosas sucedieron con rapidez singular, pues nada más dar en el timbre sonó en la puerta, en la casa y en la calle, un estruendo que contenía ruido y risas a la vez. Gabo se había hecho instalar, junto con el timbre, una especie de chivato de risa que se animaba a la vez como un tambor de feria y como una carcajada.
Esa carcajada, me dijo después Gabo, hacía innecesarias las presentaciones, le quitaban solemnidad al que viniera y haría que el famoso al que se iba a incordiar se relajara del todo, hasta ponerse a jugar con los hijos del anfitrión, en ese momento muchachos casi iguales en edad y en falta de fundamento. El padre jugaba con ellos, por cierto, con los pies descalzos, igual que los muchachos, que creían que los visitantes también eran juguetes.
Algún tiempo después de esa visita y sus contornos, la fama creciente de Gabo y su gran repercusión como periodista que aún no había escrito 'Cien años de soledad', me sirvieron para hacer que Pablo Neruda, amigo del colombiano, se bajara en Tenerife del barco, el Christóforo Colombo, que lo llevaba con su mujer, Matilde Urrutia, al litigio electoral que ganó Salvador Allende un tiempo después. Neruda, en efecto, estaba allí, ante un grupo de periodistas, y abajo, en el bar del muelle, le esperaban amigos del poeta que se habían carteado con él cuando aun España era un país libre y con República.
Neruda me dijo que no bajaría porque, eso afirmó, Franco mandaba en España y esta escala era española. Todo era verdad, eso le dije, pero lo cierto también es que, seguí diciéndole, “usted ya se bajó en Barcelona, y aquello es España, ya lo sabe”. Entonces Matilde lo miró y le señaló que aquel joven tenía razón: hay que bajar en este muelle.
Rieron, hablaron, rememoraron. Nunca vi a aquella gente isleña (entre los que estaba Domingo Pérez Minik, precisamente) tan feliz como esa noche. Les hacía reír Neruda, sobre todo; nosotros habíamos leído entonces 'Veinte poemas de amor y una canción desesperada'. Íbamos al monte a recitarla a los amores de aquellos años, cuando la poesía era un arma cargada de futuro.
Nosotros seguimos esperando los libros del 'boom'. Y ahí vino, como por el aire, 'Cien años de soledad'. Desde entonces, Gabo fue universal, y también seguía siendo, en mi memoria, el padre que hacía reír a los hijos convirtiendo en carcajadas la timidez de los visitantes.
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