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Opinión | Tribuna

Los límites

Los límites.

Los límites.

Tito Livio contó cómo Rómulo fundó Roma señalando sus límites. Con un arado abrió un surco como los que se abrían en las labores agrícolas («lira», el latín) y trazó su perímetro. Allí donde Rómulo levantaba el arado («portare») se abría una puerta y se podía entrar y salir de la ciudad. Pero el límite señalado por el surco tenía un carácter sagrado y nadie podría traspasarlo sin ser reo de muerte. Como es sabido, ese fue el caso de Remo, su hermano gemelo.

Pueden vivir dentro de la ciudad y ser ciudadanos todos los que respetan el límite. Al margen —en el margen— del límite viven los bárbaros, los sin medida o sin ley. Los vecinos solo lo pueden ser si respetan las lindes entre sí. En eso consiste la libertad como forma de vida, en respetar los límites, pues donde las lindes no se respetan, no hay sociedad civil sino guerra civil y discordia. En latín, quien allana o profana el límite —«lira»— «delirare», delira. No solo ha perdido el sentido de lo propio, de lo ajeno y de lo común, sino el sentido común mismo de la ciudadanía como forma de vida de la ciudad, la comunidad fundada por el respeto a los límites y la ley. No hay ciudad sin ley.

Como sentenció Ulpiano, la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo. La fuerza de la ley opera allí donde cada uno no toma lo que su fuerza le permite, sino solo lo suyo según el reconocimiento de los demás. Así que la forma misma de la vida según la justicia, la ciudadanía, requiere poder reconocer el límite donde empieza y acaba lo suyo de cada uno. Sin límite no hay racionalidad ni posibilidad de lo propio y de lo común, sino abuso. Sin límite no hay distinción sino confusión.

Más, en general, quien no sabe ponerse límites y respetarlos, no puede convivir y es incapaz de reconocer no ya lo que es de otro, sino al otro como tal. Pero, por eso mismo, tampoco se sabe suyo y no de otro, es decir, libre y no esclavo; ni se sabe de suyo inviolable para el otro al que no reconoce. Es «Nadie», como dijo Homero que era Ulises para el cíclope gigante y bestial que comía hombres, incapaz de reconocerse en ellos según una proporción o medida común.

La idea misma de civilización, de darle a la vida la forma de la ciudad, se asienta sobre el establecimiento de los límites y su observancia. Ahora bien, como ha señalado el profesor Elio Gallego, la modernidad se estrena en España con la superación geográfica del límite: «plus ultra», más allá del límite. Más allá del límite no hay monstruos, como advertían los mapas medievales en los confines de lo conocido. Todo lo contrario, un mundo enteramente nuevo y refundado aguardaba al coraje humano para su conquista.

De hecho, en muy buena medida la modernidad europea transforma los límites en meras limitaciones y, por tanto, en lo que ha de superarse. Los límites dejaron de ser lo que preservaba la civilización, y se convirtieron en lo que tenía que superar el progreso moral, político o tecnocientífico. Y otro tanto ocurrió con toda clase de límites, como los que ponían las costumbres, las tradiciones morales o religiosas, los gustos y los cánones estéticos. Hacer saltar por los aires los límites se convirtió en señal de la vanguardia estética, moral, política y científica. Lo «delirante», es decir, lo que salta los límites según la convicción romana, se transformó en lo máximamente libre, así que el bárbaro se asimiló al pionero, al genio creativo: lo que estaba al margen —y el margen mismo— se puso en el centro.

La libertad pasó de ser la vida según la forma de la ley, a convertirse más bien en lo que queda fuera del alcance de la ley. Consiguientemente, libertad y delito coinciden al menos en ser lo que está al margen de la ley, así que no se distinguen tanto por sí mismos como por las convenciones elevadas a categoría de ley que señalan lo delictivo en marcos legales particulares. En la épica moderna de la superación de los límites confluyen los investigadores pioneros, la originalidad genial del rupturismo estético, filosófico o moral. Así la extravagancia y el escándalo se convirtieron en las señas de la genialidad y la libertad. Así la épica de la superación se hizo indistinguible de la mística de la transgresión.

Es cierto que las costumbres y tradiciones morales y religiosas pueden contener limitaciones injustificadas y convertirse en estrangulamientos arbitrarios de lo posible y de lo deseable. Y que la revisión crítica constante de tales prescripciones forma parte de lo debido y razonable al respecto. Pero la pretensión de que no hay más justificación de los límites que la imposibilidad fáctica de superarlos, es tan unidimensional como la indiscriminada sacralización de los límites. Los meros nombres de Auschwitz o Hiroshima deberían alertarnos sobre humano sin límites.

La épica de la superación de los límites no requiere de la mística de la transgresión para justificarse frente a las idolatrías antiguas de los límites. El respeto como capacidad de la atención y de la intención para advertir las diferencias y los límites, no es un atavismo pusilánime y conformista. Más bien al contrario, somos más esencialmente los límites que merecen nuestro respeto, que los límites –más bien limitaciones— que hemos superado por grande que sea la epopeya de la superación.

Observar los límites, es decir, contemplar y asumir el límite que se nos impone por su significación, es la forma más genuina de superación de las propias limitaciones. Por el contrario, desconocer el respeto, incluso el respeto venerante, como forma de superación es la limitación más inhabilitante para la libertad.

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