Opinión | Hércules CF
Los días perdidos

Rubén Torrecilla, todavía entrenador del Hércules, en la sala de prensa del Rico Pérez. / ALEX DOMINGUEZ
Con el club paralizado desde hace semanas por la espera inacabable a un sí cada vez más improbable de Jon Pérez Bolo, el Hércules languidece semana tras semana con un entrenador en el que ya nadie confía. A Torrecilla la historia blanquiazul le guarda un digno rincón por sacar a la entidad de la cuarta división en la que nunca debió caer, pero su nombre se escribe en pasado desde hace semanas.
La falta de toma de decisiones de Enrique Ortiz ha abocado al Hércules a una situación marciana: entrena día tras día con un entrenador sentenciado -que no se va porque aquí nadie renuncia a lo que tiene firmado-, unos jugadores alejados del nivel que entre y uno vendieron que tenían y una grada quejosa, que verdaderamente será molesta cuando vuelva a girar la cabeza hacia el palco.
Hoy el Hércules deambula por la 1ªRFEF, es colista después de seis jornadas y el entrenador, pese a saberse condenado, continúa en el cargo por la ineficacia de los despachos, incapaces de encontrar un sustituto que satisfaga a todas las opiniones, supeditadas siempre a la de Ortiz, defensor hasta lo inevitable de a quien hace menos de un año bautizó como su Simeone. Con la suspensión del partido contra el filial del Atlético del pasado viernes, se han perdido unos días idóneos para que el nuevo entrenador hiciera un mini stage con la plantilla, pulsara al nuevo vestuario y trabajara para sacar al equipo de una situación indigna.
En el seno del club y en buena parte del entorno, el paso por el ostracismo más absoluto que fue la 2ªRFEF ha suavizado el día a día de la tercera categoría, que hasta hace tres o cuatro años era motivo justificado por el que hasta el herculano más comedido se rasgara las vestiduras. Entonces ni siquiera bastaba estar en los puestos de "play-off" de ascenso a Segunda, buena cuenta puede dar de ello Pacheta; mucho menos navegar dentro de los diez primeros, pregúntenle a Siviero. Hoy poco queda de aquel Hércules, envejecido de golpe en la última década. Menos aún hay ya del lustroso club de los setenta ni de aquel pujante de antes de la Guerra Civil, del que solo hablan las hemerotecas.
El rastro de sangre de los últimos tiempos no ha servido, sin embargo, para que el Hércules entre mínimamente por el aro de lo exigible a un club profesional y ello es la mejor explicación a la actual situación; la de una entidad sobrepasada por decenas de clubes menores en bagaje histórico, en afición e incluso en valor de muchos de sus jugadores, pero que disponen de unas estructuras aseadas entre las que figuran una ciudad deportiva, una cantera cuidada y un poco de sensatez y mimo entre quienes rodean a la propiedad.
Mientras Bolo, Oltra o cualquier otro técnico de mayor vuelo barruntan la oferta, el club no avanza si sigue con un entrenador en el que ya nadie cree, tampoco el vestuario. Entre tanto, nada de malo tendría si alguien se fijara en el técnico del filial, un Roberto Campillo que es todo lo que la entidad no mira: alguien de la casa, alicantino y miembro de una hornada de técnicos jóvenes y actualizados que acallaría todas las voces de quienes desde dentro piden métodos de esta época. Al menos así el club no perdería días, puede ser que incluso estuviera invirtiéndolos.
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