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Opinión | Tribuna

La guerra: crimen sin castigo

La guerra: crimen sin castigo

La guerra: crimen sin castigo

Para la Historia las guerras concluyen en una fecha y a una hora determinada. Alguien muere unos segundos antes, alguien muere por error, unos minutos después e incluso para algunos soldados aislados en la selva la guerra termina décadas después: ocurrió en una isla del Pacífico, un soldado japonés se mantuvo «en guerra» ignorando que su emperador se había rendido y que ya no era «divino». Indro Montanelli escribe: «el último kamikaze, cuando ya había puesto en marcha los motores del aparato que había de conducirlo un vuelo sin retorno, fue informado por radio que la guerra había terminado y que debía quedarse en tierra». ¿Se sintió aliviado o defraudado?

Hiroshima, Nagasaki fueron arrasadas en minutos: se ponía fin con dos bombas a la Segunda Guerra Mundial y se iniciaba una nueva era: la era nuclear. Albert Einstein que tanto tuvo que ver con el desarrollo de la bomba atómica definió la guerra como «la más horrenda aberración de nuestros antepasados». ¿Sólo de nuestros antepasados? En 1976, en Texas, se exhibió el avión que lanzó la bomba sobre Hiroshima con un gran evento en el que no faltaron los efectos especiales: una nube en forma de hongo. La gente aplaudió entusiasta. Cuando oficialmente termina una guerra se levanta un acta del hecho, con muchas firmas y mucho protocolo y ya está. Hasta la próxima.

En 1914 la Primera Guerra Mundial fue designada como «La Gran Guerra». Exceso de optimismo. Treinta años después la Segunda Guerra Mundial la dejaría pequeña. En 1945, al terminar la segunda gran carnicería bélica, Winston Churchill dijo: «Esta vez no pudimos mirarnos a los ojos». Se supone, según Churchill, que alguna vez existieron guerras caballerosas, románticas, donde vencedores y vencidos se estrechaban las manos, se miraban a los ojos y hacían las paces. Después de las guerras, unos y otros, se dedican a levantar monumentos a los soldados conocidos y desconocidos y se inscriben sus nombres en memoriales de piedra, se elogia su valor, su amor a la patria, su entrega, su heroísmo. Helga Schneider escribe: «Los soldados no morían, ‘caían’ y se erigían monumentos en su honor; los civiles no ‘caían’, morían y nadie pensaba en erigir monumentos en su memoria ni en memoria de sus hijos, sus esposas o sus madres».

Cada generación tiene su guerra: la del 14, la del 39, la de Corea, la de Vietnam, Afganistán, las del Golfo, las cientos de guerras menores que apenas se nombran en el telediario y pronto caen en el olvido, Chad, Sudán, Mali... y ahora, Gaza. Muchas guerras y siempre la misma. Einstein, por más sabio que fuese, se equivocó al decir que la guerra era una «aberración de nuestros antepasados». La guerra es un hábito difícil de desterrar y la paz es lamentablemente una quimera.

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