Me comenta una amiga de Nicaragua que está muy contenta porque a su madre, por fin, ha recibido la primera dosis de la vacuna contra el coronavirus. Se trata de una mujer de 56 años con pluripatología: hipertensión, diabetes y arritmias idiopáticas. Me intereso por el tema y le pregunto cuál le han puesto. «La rusa», me contesta. ¡Pero si la Spunik V todavía no cuenta con la aprobación de la FDA ni de la EMA! –espeto con incredulidad. «Bueno, es que allá en Nicaragua las vacunas solo llegan a través de donaciones. No hay dinero. Es la que le han puesto». Y la segunda, ¿cuándo se la dan? «Cuando llegue la próxima donación». Aprieto los dientes y guardo silencio. La vergüenza que siento me hace mirar hacia el suelo. Sé que no tengo la culpa de la corrupción que anida por aquellos y otros lares de Latinoamérica. Creadores de estos lodos. Pero vivo en la cuarta potencia de Europa. Y me enoja que mi país siempre se esté poniendo de perfil ante lo que allí sucede. No nos importan ni sus vidas. Y para muestra un botón: leo en un diario digital que el presidente Sánchez va a donar 7,5 millones de vacunas de AstraZeneca a Latinoamérica. ¡Estupendo!, me digo. Y después paso a leer los comentarios. Ninguno era bueno. Que si el falcón, que si los indultos, que si las 40 maletas de Delcy Rodríguez. Este grado de egoísmo y de falta de empatía que sufrimos raya lo patológico. ¡Cuidado!