Conociendo al ser humano, era previsible que los derechos de emisión de CO2 –volumen asignado de este gas de efecto invernadero que si se supera puede ser comprado a quien no agote el suyo– se convirtiese vertiginosamente en un nauseabundo negocio para la especulación capitalista en los mercados, a la par que el servicio esencial de luz y gas se trocase en inmoral y pesada carga para el consumidor al verse obligado a llenar el bolsillo de ricos especuladores y en un detrimento para la salud del planeta y la vida que lo habita; problema que, se supone, venía a resolver.

Es una indecente insensatez mercadear para lucrarse con unos derechos irreales. Si un país se queda corto en su cuota, mejor y ya está; y si la va a superar, es porque no ha investigado ni desarrollado las renovables, así que a amoldarse y ponerse las pilas. Y el oligopolio eléctrico, que no ha querido adaptarse a las renovables, que pague su irresponsable y temeraria imprevisión, no la ciudadanía subiéndole el recibo.