Mientras esperaba el autobús, la chiquita de la cafetería me sirvió un cortado. Pagué, me encaminé a la parada y esperé brevemente. La conductora del bus me recordó amablemente que debía ponerme la mascarilla. La proporción entre mujeres y hombres en el vehículo era de seis a uno, a favor de las féminas. Bajé y dirigí mis pasos hacia la oficina. Allí me recibió sonriente y con un “buenos días”, la vigilante de seguridad. Saludé a mis compañeras y le pedí permiso a mi jefa: tenía que hacerme un análisis de sangre. La analista era una chica joven y experta: ni siquiera noté la aguja. Si la titular del laboratorio se le parece, en dos días tengo los resultados. De vuelta al despacho me crucé con dos barrenderas, las chicas del súper mercado entrando al local, una periodista acompañada de una operadora de cámara y con tres abogadas y dos economistas que tienen un despacho en un edificio cercano. Leí durante un rato la prensa, con el segundo café del día, y leí algunos titulares sobre la reciente actividad de algunas ministras, las últimas declaraciones de la rectora de la Universidad, la concesión de unos premios relevantes a tres científicas que trabajan en ella y de unos reconocimientos literarios de prestigio a dos escritoras que me gustan mucho. Durante la mañana atendí una llamada de la presidenta de un Colegio Profesional, me visitó una jueza y la hija de una compañera, que es matemática. Por la tarde tuve que ir a la clínica dental. La odontóloga tiene unas manos de oro y la higienista dental hace unas tractectomías fantásticas. Fue un buen día, en general. Pero al llegar a casa, por la noche, observé que mi camisa favorita estaba aún sin planchar y la cena fría. ¡Inútiles! ¡No valéis para nada!