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Zaplana y Camps, de la sucesión «a dedo» a la absoluta traición

A mediados de 2002, Aznar designó ministro de Trabajo al entonces presidente de la Generalitat, que decidió irse a Madrid cerrando el nombre de su heredero

Zaplana y Camps, de la sucesión «a dedo» a la absoluta traición

«Cuando Paco Camps era conseller de Educación, llamaba algunas mañanas a Eduardo [Zaplana] para preguntarle qué corbata se iba a poner... Según le contaba, era para ver cuál elegía él y que así sobresaliera más la suya [la de Zaplana]. Hasta ese nivel llegaba la relación». Esta reveladora anécdota fue relatada ayer por un buen conocedor de la actitud de subordinación que mantuvo durante años Francisco Camps sobre Zaplana, que por entonces era el jefe del Consell.

Esa relación empezó a finales del pasado siglo, cuando el político de origen cartagenero, tras su paso por la Alcaldía de Benidorm marcado por el necesario apoyo de una tránsfuga (la socialista Maruja Sánchez), desembarcó en el Palau de la Generalitat. «Zaplana fichó a Camps como conseller porque siempre fue de unir gente a su proyecto y porque necesitaba a personas de València, una ciudad controlada por Rita Barberá», explicaban dirigentes del PP, quienes insistían en la relación de rivalidad con la dirigente valenciana, fallecida hace ahora año y medio.

El ayer detenido por un presunto delito de blanqueo de capitales se convirtió en presidente de la Generalitat a mediados de 1995, gracias al conocido «pacto del pollo» con Unión Valenciana. Año y medio más tarde, Camps se incorporó al ejecutivo. «Era buen tipo, muy querido, no se metía en nada, venía de ser concejal en València», subrayaban ayer desde el entorno del PPCV. Esa conexión entre Camps y Zaplana, corbatas de por medio, fue mejorando, fraguándose a golpe de gestos de lealtad, hasta que a mediados de 2002, cinco años después de ponerse a las órdenes de Zaplana en el Consell, llegó el determinante «dedazo».

El exalcalde de Benidorm, tras ser llamado a filas por José María Aznar para su último gobierno, tuvo que empezar a repartir su poder. La Presidencia de la Generalitat Valenciana, a menos de un año de la próxima cita con las urnas, se la dejó a su «número dos» en el Ejecutivo autonómico, José Luis Olivas. Sin embargo, hubo una decisión más importante, un gesto que marcó el futuro político del PP en la Comunidad hasta la fecha. «Cuando Zaplana se fue al ministerio tenía dos opciones: dejar abierta su sucesión o atarla. Optó por lo segundo y con sorpresa, porque Aznar le pidió que delegara en Rita [Barberá]. En una Junta Directiva del PPCV, Zaplana anunció que el próximo presidente de la Generalitat estaba sentado en primera fila... Y ahí estaba Paco Camps. Esas palabras concluyeron con una ovación atronadora, con todos de pie. Sí se esperaba que el sucesor fuera de València, no podía repetir un alicantino [aunque fuera de adopción] y Eduardo no iba a negociar con Castellón, donde mandaba Carlos Fabra», recordaba ayer un exdirigente popular, conocedor de lo que se cocía en València. Por entonces, obviamente, Camps estaba muy cerca de Zaplana. Para la mayoría, su elección respondía a un intento de seguir controlando el partido desde Madrid. «Nadie pensaba, entonces, lo que pasó. Se esperaba que iba a haber respeto, que no se le iba a poner en contra, y menos tan pronto», añadía ayer desde Alicante un popular con años de trayectoria política en la capital autonómica.

Y ahí empezó todo: el fin del zaplanismo, que parecía intocable. Los roces se iniciaron pronto, aunque el PPCV, su gente, los intentó minimizar. En la campaña electoral para las locales y autonómicas, ya se notaban diferencias, con una evidente distancia entre ambos, «aunque las listas electorales fueron cosa de Zaplana (con alguna incorporación permitida a Camps) y la confección del futuro gobierno, tras la victoria por mayoría absoluta en las urnas, se consensuó».

A partir de ahí arrancaron los problemas, ya de verdad, sin sordina. Con Camps en el sillón presidencial, con la Generalitat en sus manos y en busca del poder orgánico, del mando de su partido, se pasó de los gestos a las palabras. «Empezaron las declaraciones, como unas que se recuerdan de [Esteban] González Pons, siguieron las filtraciones sobre su vida privada en plena lucha por la sucesión de Aznar, donde Zaplana intentaba buscar un buen puesto... Y llegaron los congresos del PP y la conocida 'prueba de la raya'», añadían ayer conocedores de aquella época de lucha de poder en el PPCV. Con Ricardo Costa, David Serra, Víctor Campos y Juan Cotino entre los leales de Camps, se obligaba a los populares a seguir la línea: hablar bien del nuevo líder y mal de Zaplana para optar a un puesto. El ayer detenido, conocedor de los movimientos en su contra, reunió a sus afines en Alicante a mediados de 2003, un año después de irse a Madrid y ya con Camps como jefe del Consell. Ahí, públicamente, se pronunció sobre la campaña en su contra.

Un año después de esa cita, el zaplanismo, como poder absoluto, empezó a pasar a mejor vida. El congreso que eligió a Camps en Castellón como nuevo presidente del PPCV supuso el fin de una época. «Te daban un párrafo que tenías que decir ante los medios, diferenciando la anterior época de la nueva con Camps», continuaba un popular. Y así, en esa purga del zaplanismo, llegaron las elecciones de 2007, donde se «laminó» casi cualquier vestigio del ayer detenido, que por entonces ejercía de portavoz del PP en el Congreso. «Entre los zaplanistas aguantó [José Joaquín] Ripoll y poco más, y porque él se había trabajado pueblo a pueblo», recordó ayer un cargo popular, quien admitía que Zaplana nunca pudo imaginar una traición de ese calibre de parte de su sucesor, al que puso a «dedo» antes de marchar a Madrid. Nunca la sospechó, y menos con tanta «agresividad». Pero a Zaplana, continuó ayer uno de sus fieles hasta última hora, no sólo le dolió la puñalada de Camps, sino también otras posteriores, como la que recibió de Luis Díaz Alperi, por su «simbolismo», y la de su suegro, el ya fallecido Miguel Barceló, que también presumió como campista.

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