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Último acto de un símbolo del PP

Pase lo que pase con el desarrollo de la investigación, la cúpula popular entiende que con la entrada en prisión de Zaplana se pone punto final de un plumazo a la «época dorada» del partido en la Comunidad con una imagen de las que hace daño: la enmienda a toda una gestión

Eduardo Zaplana entrando en la comandancia de la Guardia Civil de Tres Cantos en Madrid en una imagen tomada durante la noche del pasado miércoles. efe

El último fin de semana de octubre de 2002, Eduardo Zaplana fue elegido para su mandato final como presidente regional del PP. Ya se había marchado a Madrid para actuar como Ministro de Trabajo con José María Aznar. Tres meses antes le había cedido a José Luis Olivas la Generalitat como interino y a la vez también había designado ya a Francisco Camps como candidato al Consell para las elecciones autonómicas de 2003. Durante aquel congreso, celebrado en València, a pesar de que ya no ocupaba el Palau y de que había otro aspirante electoral, Zaplana hizo lo de siempre con el timón del PP: lo manejó de forma incontestable y casi mesiánica. En un fin de semana, intervino ante el plenario de compromisarios tres veces como «estrella» única e indiscutible. A un discurso por día entre aplausos y vítores.

Tenía tal nivel de adhesión inquebrantable entre los dirigentes de su partido que recogió los avales en blanco para las candidaturas que presentó en aquel congreso a la Ejecutiva y la Junta Directiva del PP. A continuación, Zaplana se encerró en una habitación mientras en la puerta se formaba una enorme cola y corrillos con los aspirantes que esperaban a que les fueran llamando para que se les asignara un puesto u otro. Nadie pedía nada, como sí suele ocurrir en los besamanos de los socialistas. Aceptaban sin rechistar lo que el «dedo» de Zaplana les concedía. Fuera lo que fuera. Y encima, cuando salían, le daban las gracias con reverencia y admiración aunque se ocuparan de una modesta vocalía. La anécdota, desde luego, evidencia cómo ejercía Zaplana su liderazgo en el PP con manos libres y poder casi infinito.

Una receta que también aplicaba, a su vez, para ostentar ese mismo mando total y absoluto a la hora de dirigir la Generalitat. Institución que gobernó entre 1995 y 2002 y desde la que desplegó una gestión que, como muchos intuían pero no hemos sabido hasta ahora, está en el epicentro de una investigación que ha llevado a este icono de los populares en la Comunidad a ocupar una celda en la prisión de Picassent -compartirá reclusión con Rafael Blasco como en su día se sentaron juntos en el Consell- por el supuesto blanqueo de capitales -algo más de 10 millones- procedente del reparto de comisiones ilegales.

No ha habido, por tanto, en el PP de Alicante ni tampoco en la Comunidad Valenciana un liderazgo como el de Eduardo Zaplana. Ni seguramente se repetirá en el futuro. Por muchos motivos. Fue la figura que rompió en 1995 la hegemonía de los socialistas para instalar al PP en el Palau de la Generalitat después de 12 años en la oposición. Se convirtió, además, en el primer dirigente procedente de la provincia -hasta ahora también el último- que se instaló al frente de la administración autonómica con máximos poderes. Y, desde luego, ejerció una influencia que nadie podía contrarrestar sobre el conjunto del Consell y del PP bajando hasta el último detalle, como ejemplica esa anécdota del congreso regional de 2002. No había candidatura electoral, aunque fuera de una pequeña localidad, que Zaplana no conociera antes de ratificarse. Ni siquiera Francisco Camps, con el enorme aval de ostentar el poder como el presidente más votado de la historia en las aútonómicas de 2007, fue capaz de ejercer un mando tan unánime en el PP enfrentado primero a los seguidores de Zaplana, que aún controlaban Alicante. Y luego, cuando logró reducirlos, acosado por la corrupción.

Estamos, como subrayaban anoche en círculos populares, ante el icono de la «época dorada» del PP en la Generalitat. Una etapa a la que se pone punto y final de un plumazo y de forma abrupta con la llegada de ese furgón de la Guardia Civil a la cárcel con uno de los hombres que ha tenido más poder en esta Comunidad en su interior. Fue el arquitecto de esa forma de ostentar el poder: la barra libre para el urbanismo, los grandes proyectos como Terra Mítica o la Ciudad de la Luz, la creación de Ciegsa que luego derivó en la «Operación Taula», la autorización para la millonaria deuda que acabó con Canal 9 o, como se ha conocido a raíz de su detención y encarcelamiento, la privatización de las ITV y el plan eólico autonómico. El despliegue de ese periodo que inicio Zaplana y que continuó Camps en el que participaron dirigentes como Joaquín Ripoll, Alfonso Rus, Carlos Fabra, Sonia Castedo, Luis Díaz Alperi, el citado Blasco o Milagrosa Martínez -también en la cárcel de Villena desde ayer por Gürtel- ha conducido al PP a acumular hoy casi una veintena de investigaciones por corrupción y un centenar largo de imputados.

Una imagen de las que daña, admiten desde la cúpula popular, y que supone una enmienda a la totalidad de la gestión de dos décadas. Una factura que seguirán pagando. Y lo que es peor: nadie se atreve a vaticinar a qué precio. El encarcelamiento de Zaplana supone, como apuntaron cargos populares, el último episodio para un símbolo del partido. Pase lo que pase con la investigación y respetando la presunción de inocencia, la figura del expresidente de la Generalitat ya quedará marcada para siempre. Lo pagará, está claro, el propio Zaplana. Pero también, como creen en el partido, le saldrá muy caro al PP. Porque, aunque llevara diez años sin ocupar ningún cargo público, su influencia interna ya fuera muy limitada y en los últimos tiempos se dedicara a coquetear con Albert Rivera, a Zaplana se le identificará siempre con esa etapa en la ostentó un control total sobre el Consell y el PP. Más que eso: era el PP.

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