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Análisis

En esta España tan vieja

Ya no solo Vox, también una parte del PP, ya no solo Monasterio, también Morant, intentan quebrar la paz firmada por Suárez y Carrillo hace 40 años

Rocío Monasterio en un acto electoral ayer en Madrid. | FERNANDO VILLAR / EFE

En un gesto bastante inusual en el PSOE de la Transición, el pasado 14 de abril durante el noventa aniversario de la II República el presidente Pedro Sánchez reivindicaba ese periodo republicano por su espíritu democrático y sus ansias de reforma social. Apenas nueve días después, el viernes, la diputada del PP Beatriz Gascón y la concejala de Educación de Alicante, la también popular Julia Llopis, ponían el grito en el cielo -y exigían la dimisión del conseller Vicent Marzà- por haber permitido que en un colegio alicantino se hiciera una actividad extraescolar con una bandera republicana y , añadieron, «anticonstitucional». El propio centro, indignado, tuvo que salir al paso, asegurando que no había ninguna bandera sino telas de varios colores para que cada grupo burbuja de alumnos se sentara en ellas. En fin, esto es lo que hay. Vamos superando poco a poco inimaginables cotas de histerismo. En otra época daría risa pero más allá del paroxismo del PP, esta secuencia da una idea de que las dos Españas siguen instaladas en los genes de este país tan viejo, que se ajusta como un guante a la lúcida tristeza de Antonio Machado y sus versos, escritos por cierto en 1912. Llevamos más de un siglo igual. O casi.

Este es un país viejo porque no ha superado toda la tragedia de su siglo XX: porque una fracción de la derecha democrática -desde los sectores más conservadores de los restos de Ciudadanos hasta algunos cargos del PP, consideran que el franquismo fue como mínimo un mal menor para conculcar la verdadera dictadura, que era la que a su juicio componían socialistas y comunistas durante la II República; y que por lo tanto condenar el régimen de Franco, como sí ha hecho Alemania con el de Hitler, no sólo es estéril sino incluso injusto. Tal barbaridad histórica se ha acentuado desde el acceso de Podemos al Gobierno: la Pasionaria ha vuelto, proclama indignada buena parte de la derecha de este país, y hay que plantarle cara. La España de los dos bloques y su pelea a navajazos dialécticos ha regresado. Y se va agigantando.

Es en esta tesitura en la que hay que entender que el PP siga apostando por aliarse con Vox: antes que nada, claro, porque necesita a la ultraderecha electoralmente toda vez que, hundido ese trasatlántico artificioso que fue Ciudadanos -un naufragio al que el propio partido de Pablo Casado ha colaborado con saña-, solo con la formación de Santiago Abascal los populares podrán seguir accediendo a gobiernos e instituciones; pero también porque desde el punto de vista ideológico -vital- parte del PP está cada vez más cerca de Vox pese a los bandazos y los intentos de poner orden del propio Casado. Y ese es el verdadero drama.

No es todo el PP por supuesto. Pero sí es Isabel Díaz Ayuso y su renuencia a censurar las impresentables palabras de Rocío Monasterio el pasado viernes en el debate de la Ser, cuando la candidata de Vox a las regionales madrileñas se negó a condenar el envío de balas y amenazas de muerte a Pablo Iglesias, al ministro del Interior y a la directora de la Guardia Civil, vino a decir que aquello era un montaje y que en todo caso Iglesias se lo merecía por no haber condenado a su vez los sucesos de Vallecas.

Sobre las palabras de Monasterio un periodista escribió que «jamás se habían alcanzado tantas cotas de crispación en una campaña electoral». No es cierto. En los años treinta, antes de la guerra, la política también se convirtió en un asunto de vida y muerte, con el antagonista identificado como enemigo irreconciliable y las derechas e izquierdas acusándose de la violencia sin condenar la que sufría el rival. Después, aquello aún fue a peor: Gil Robles hablando de sacrificios de sangre desde las tribunas parlamentarias y Largo Caballero llamando a una irresponsable revolución leninista. Por supuesto no estamos ahí. No exageremos las comparaciones.

No estamos ahí pero sí que empieza a componerse un trasfondo lingüístico similar. Atiendan a esta otra frase de ayer domingo: «Queridos podemitas, que nos querráis dominar, adoctrinar, incluso exterminar a quienes no pensamos como vosotros por vuestra retorcida y odiosa ideología comunista, pase, pero que nos queráis hacer tontos ya es el colmo. ¿Alguien se cree que llegue a un ministro un sobre con 4 balas metálicas? Venga. Ya está bien». No la pronunció ningún discípulo de Abascal sino el diputado provincial del PP Alejandro Morant, que lleva ya una larga trayectoria diciendo animaladas de este calibre plácidamente enrolado en las filas populares sin que haya tenido necesidad de pasarse a Vox. Ni le hayan obligado.

«Nos querríais exterminar». Sí. Así. Incendiando el lenguaje dijo Morant, que luego tuvo que borrar el mensaje. Claro.

Lo grave es que el tono violento de Morant se parece casi como en un espejo al de Monasterio del viernes en la Ser, cuando le espetó a Iglesias «pues lárguese, que es lo que queremos todos los españoles» (¿Todos?); o cuando le dijo a Mónica García, la candidata de Más Madrid; «Usted, quítese esa cara de amargada». Literal. O cuando le afeó a la periodista Àngels Barceló que era «una activista» por defender la democracia. Literal también. Monasterio pero también Morant así como todos los que están jugando a este juego (una buena nómina de periodistas de Madrid ) están tirando a la basura de la historia la paz icónica que hace cuatro décadas firmaron el centrista Adolfo Suárez y el comunista Santiago Carrillo erigiendo un marco de convivencia estable, un espacio para el entendimiento de los antagonismos; posibilitando el paradigma de Sartre de que yo no pienso como usted pero lucharé porque pueda decirlo. En los 43 años de Transición jamás había pasado esto. Sartre por cierto dijo otra frase menos conocida : «Las palabras son pistolas cargadas».

Tras lo de Monasterio, la izquierda ha optado por no acudir a más debates con Vox. Tengo dudas sobre si es una buena fórmula renunciar a frenar a la ultraderecha a través de la palabra; son posiblemente las mismas dudas que tenía el candidato del PSOE en Madrid, Ángel Gabilondo, cuando le instó a Iglesias el viernes a que no abandonara el debate: «Tienes razón, Pablo, pero no te vayas», le pidió en vano. También falta por ver si la izquierda estará dispuesta a una autocrítica seria sobre por qué hay tanta gente en barrios obreros que se ha visto cautivada por el discurso incendiario de Vox, sobre todo si ahora ya no está dispuesta a contrarrestarlo en los debates. Cuidado.

En «Crack cero», de José Luis Garci, a la mitad de metraje se muere Franco y alguien le pregunta al detective Germán Areta qué pasará ahora. Areta, siempre lúgubre, le responde «pues igual empezamos otra vez a pegarnos. Garci escribió eso porque sabía que apenas unos meses más tarde Suárez y Carrillo se entenderían. Nosotros no sabemos qué va a pasar ahora. Ni que serán capaces de hacer un puñado de iluminados.

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