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Modelo a debate

Barcelona 2021: cuando la ciudad invita a marcharse

Se acumulan los vecinos que muestran su desapego hacia la ciudad que consideran se ha deshumanizado y se ha vuelto sucia e insegura

La calle de Blai, en Poble-sec, el viernes por la noche.

Hay cierta desazón. Enfado incluso. Los barceloneses no están contentos con su ciudad. Quizá no todos, por supuesto, pero sí una buena parte. Afirman que Barcelona está sucia –guarra, según los más belicosos- y que sus residentes, o los ocasionales, se han vuelto incívicos. Y que no hay urbana que pare tal descontrol. La gestión del tráfico –por exceso o por defecto- tampoco es del agrado de los habituales de la capital catalana, que según el último barómetro, con fecha de julio, tienen entre sus principales preocupaciones la inseguridad y la gestión municipal. A la pregunta del porqué de tal decadencia, las respuestas tienen un denominador común: la política del consistorio, pero hay también quien lo achaca al ‘procés’ independentista. Todo vale para evidenciar el disgusto por los cambios vividos por la ciudad. 

Arrollados por los efectos de la crisis pandémica, los barceloneses hoy ya no son los ciudadanos orgullosos de antaño. Poco queda de la euforia olímpica y de ese optimismo desmesurado que se adueñó de sus residentes convencidos de que los suyos fueron los mejores juegos de la historia y su terruño, la envidia del mundo. Ahora se habla de letargo y parálisis. De ciudad decadente, degradada y deshumanizada. Y cara. Ya no hay vida de barrio ni comercio de proximidad, aseguran muchos. Ni escaleras de vecinos, a juicio de otros cuantos, pues quien más quien menos tiene un turista de fiesta en su edificio. Tampoco lugares para el paseo tranquilo. Ahí la culpa la tienen los incívicos del patinete y la bicicleta, que no son todos los que van sobre dos ruedas, solo los que circulan por donde no deben. La negatividad se ha instalado en el vecindario. Quizá con razón, o quizá porque la ciudad, cíclicamente, abomina de sus alcaldes, de todos menos, con matices, de Pasqual Maragall.

El vaso lleno

Así las cosas, Rebeca Santos lo tiene claro: “Si nada cambia, no tengo problema en irme a vivir a Zaragoza o Alicante”. También José A. Guerrero: “Espero jubilarme dentro de ocho años e irme. Me iré seguro”. Ambos vecinos, llevan años instalados en la ciudad, la primera vive en el Eixample; el segundo, en el Poble-sec. Comparten intenciones de futuro y diagnóstico negativo pero no culpables. Guerrero apunta directamente al ayuntamiento: “A su nepotismo y falta de sensibilidad con los ciudadanos y los comercios”. Miembro activo de la comunidad y fundador de la asociación de bares y restaurantes de la calle de Blai, afirma que “siempre que nos hemos quejado en el Consell de Barri de los problemas o intentado solucionar los roces con los vecinos nos hemos encontrado al distrito de frente”.

Los problemas tienen aspecto de suciedad y dejadez: “En la calle de Blai se nos acumula la porquería, hay más de 1.500 baldosas rotas, los alcorques están podridos y hay cucarachas. Y Montjuïc está infestado de ratas”. Los roces con los vecinos están ligados a la faceta restauradora de Guerrero. Asegura que el ayuntamiento no ha tenido nunca voluntad de diálogo para solucionar el tema de los horarios y las terrazas: “Siempre con la actitud de ‘todo esto es mío y si no, lo parece’. Hay un hostigamiento fuerte por su parte”. Y continúa: “Las inspecciones solo van dirigidas a ser un palo para los restauradores”. A modo de ejemplo explica dos anécdotas: una multa por tener durante 20 minutos dos sillas de más en la terraza para dar acomodo momentáneo a dos abuelos de visita a unos comensales familiares. Y otra por obstrucción a la labor inspectora porque su hija no encontraba la documentación del establecimiento y él tardó siete minutos en llegar. “Son muchas cosas, detalles, detalles, detalles, detalles y el vaso se llena”.

Ruido insoportable

Santos, por su parte, dispara hacia todos lados: “No todo es culpa de Colau, el ‘procés’ tampoco ha ayudado. Se ha vuelto imposible vivir aquí. Quiero a Barcelona pero se ha vuelto inhumana”. El catálogo de agravios es largo: suciedad, ruidos, botellones y miedo de “patinetes, bicicletas y 'riders' que circulan por las aceras a todas horas”. Y la guinda: los precios. “Se ha convertido en una ciudad provinciana pero con precios de capital europea. Algo no funciona bien cuando en Madrid se paga por un billete sencillo de bus 1,60 euros y aquí 2,20 euros”. Que los precios se han multiplicado en Barcelona es algo que nadie duda. Y por ello tiene en mente marchar Montse Ortega: “Barcelona está bien si tienes un buen sueldo pero si no tienes una buena jubilación, la ciudad te expulsa”. Esta vecina de Sant Andreu reconoce cosas bien hechas: como la movilidad pública que “permite llegar a todos lados”, pero también es crítica: con la plataforma única de la calle Gran de Sant Andreu -“la han hecho peatonal pero siguen pasando coches y como no hay acera se ha vuelto peligrosa”- y, cómo no, con la nueva manera de recoger la basura en el barrio instaurada (y desde el viernes en barbecho) por el ayuntamiento –“de noche se acumulan las bolsas de basura etiquetadas que no se han recogido”.

De “horrible” y “obsoleto” tilda el sistema otro vecino del barrio, Jordi Jorcano. Afirma que el ruido que hacen los camiones de basura que pasan a diferentes horas es “insufrible”. “Llevo desde la implantación de la nueva recogida de residuos durmiendo con tapones y así y todo es imposible dormir”. Tampoco le agrada el nuevo paisaje “con las bolsas de basura a la vista de todo el mundo”. Y extiende la crítica a toda la ciudad: “Barcelona está muy sucia vayas a donde vayas. Es lo mismo en Sarrià, Diagonal o paseo de Gràcia que en San Andreu. A nivel visual da asquete”. Punto. Tampoco duerme por el fragor –“ni con todo cerrado y doble cristal”- José Manuel Fernández Arroyo, en este caso con domicilio en el Eixample: “El ruido es insoportable, tanto por las fiestas de los pisos de turistas como por los camiones de basura, que pasan a todas horas, como por las motos, que parece que estén en un circuito. ¿Piensa el ayuntamiento tomar medidas al respeto en pro del descanso y la salud mental de sus vecinos?”.

Tiempos pasados

Teme la reapertura del ocio nocturno porque su zona es zona de bares y discotecas. “Siempre hay peleas y gente dando voces, no sé cómo se permite y si llamas a la Guardia Urbana no sirve de nada. No aparece”. Y le duele el vuelco que ha dado Barcelona: “Todo ha cambiado, el comercio ya no es el de antes, tampoco mi escalera, cuando llegué nos conocíamos todos y ahora hay tres pisos turísticos”. Marchar afirma que marcharía pero le pesa hacer una mudanza, pero apostilla que “vivir en Barcelona cansa, antes estaba mucho más a gusto”. De tiempos pasados también habla Sonia Moreno, recuerda que antes la clientela de su negocio de Ciutat Vella eran vecinos o turismo del bueno. Los primeros se han mudado a otros barrios; los segundos han dejado de venir.

Le disgusta la suciedad de la ciudad –“está guarra”- pero afirma que “lo peor es el incivismo”: “El centro de Barcelona es como una jungla salvaje. Durante el día aún se puede pasear, pero por la tarde y noche, entre 'skaters', patinetes y bicicletas hay que andar con ojo para que no te arrollen. Y no te quejes, que te increpan o llegan hasta agredirte”. Tampoco está mucho mejor el Tibidabo, donde vive, allí el problema se llama botellón. Afirma que son los vecinos los que acaban disolviendo las concentraciones de jóvenes con alcohol: “La Guarida Urbana aquí arriba no llega, ¡qué va! Y menta, añorada, el ‘momentum’ de la ciudad: “Me indigna que no se haya mantenido la Barcelona del 92. Hemos ido a peor y a peor se seguirá yendo”.

Quiere irse, como el resto, pero por ahora de aquí nadie se larga.

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