"La ciudad son los demás"

François Ascher

Una de las múltiples consecuencias de la actual crisis reside en la necesidad de acometer transformaciones en la gestión y gobierno del espacio público. Y es que, más allá de la incertidumbre que nos envuelve, parece que ciertas restricciones y medidas de distanciamiento social han venido para quedarse, al menos, durante algún tiempo. Por ello, desde el municipalismo debemos reflexionar sobre los límites y oportunidades que ese mismo espacio nos ofrece.

Evidentemente, una parte del cumplimiento exitoso de algunas medidas sanitarias dependerá de nuestra responsabilidad individual y colectiva. De nuestra capacidad para, entre otras cosas, cambiar hábitos y conductas que hasta hace poco dábamos por sentados. Ahora bien, no se nos debería escapar que la eficacia de las normas depende, también, del escenario y condiciones externas en que éstas se apliquen.

En el caso de las medidas de distanciamiento social, para que éstas sean efectivamente cumplidas, será preciso analizar y mejorar la calidad y cantidad de nuestros espacios públicos. Durante décadas, muchos de nuestros municipios se han configurado y ordenado sin dar protagonismo a necesidades tan esenciales como el juego, el esparcimiento o las relaciones sociales no mediadas por el consumo. Por no hablar del modo en que la movilidad urbana se ha diseñado en función de las necesidades del coche por encima de cualquier otro criterio social o medioambiental. Elementos que han generado una serie de carencias y disfunciones que se harán más notorias en el futuro más inmediato. Tiempo en el que, paradójicamente, tocará conciliar la "nueva normalidad" con la "vieja economía". Por ello, repensar la configuración espacial de pueblos y ciudades debe ser, también, palanca de cambio económico. Recuperar espacio para personas, bicicletas o prácticas de ocio libre no sólo será útil para nuestra salud, también puede ser motor de empleo. Y hacer lo anterior al tiempo que protegemos al comercio local y de proximidad, que lleva décadas siendo asfixiado por un marco neoliberal que sólo beneficia a gigantes empresariales y que también moldeó, para mal, el espacio de nuestras localidades.

Pero no sólo eso, cuando se habla de recuperar el espacio público para la "gente" hay que atender, también, a la diversidad de la misma: género, generación, cultura, clase social, condición física...son realidades que condicionan nuestras necesidades y deseos a la hora de ocupar nuestras calles, calzadas, parques o paseos. Por ello, la "nueva normalidad" también nos recuerda la necesidad de gestionar conflictos en el ámbito comunitario, como nos recuerda que el espacio público puede ser una herramienta a través de la que construir igualdad, diversidad e inclusión. Se producirán colisiones entre diferentes maneras de vivir y aprovechar el espacio, como se darán tensiones entre usos vinculados al consumo y la necesidad de espacios (u horarios) libres de intercambio económico. La clave es si gestionamos esos conflictos desde la autoridad y las intervenciones parciales, o si intentamos aplicar dinámicas más globales y transformadoras para avanzar hacia un modelo de ciudad diferente, mejor.

A este respecto recuerdo que, hace pocos años, en Orihuela, (como en muchas otras localidades) el Ayuntamiento se apuntó a la moda de inundar parques y plazas con carteles de "Prohibido jugar a..." (casi todo). Una medida paradójica puesto que, por un lado, es profundamente adultocentrista -¿por qué jugar en determinados lugares se considera una actividad esencialmente peligrosa, molesta o prescindible frente a otras?- y, por otro, infantiliza a la población. Ese mensaje invita a percibirnos como seres incapaces de gestionar conflictos de forma dialogada, de mediar para construir acuerdos en el reparto y forma de compartir nuestro espacio común. De nuevo, estos conflictos, inevitables, serán ahora más visibles dada la escasez y necesidad de observar nuevas normas. Sería ingenuo (y peligroso) aspirar a tener a la Policía Local vigilando y resolviendo cada disputa, o que nuevas e intrincadas ordenanzas recojan todas las casuísticas para garantizar el distanciamiento social.

Por ello, es importante, también, que desde las instituciones se promueva un cambio cultural que ponga en valor la mediación, el diálogo y la empatía como mecanismos necesarios para reaprender a compartir nuestro espacio común. La -afortunadamente minoritaria- "policía de balcón" no debe mutar en "policía de parque y jardín". Necesitamos comprender y empatizar con las múltiples necesidades y circunstancias con que vamos a reencontrarnos en el espacio público. Aprender, en común, a construir acuerdos más o menos formales para volver a disfrutar de nuestros pueblos y ciudades al tiempo que nos cuidamos.

Al hilo de lo del juego y de la imagen que vivimos hace dos semanas con las primeras salidas de niñas y niños a la calle, recordé una maravillosa idea que el antropólogo David Graeber explicaba en su libro "La Utopía de las Normas": la diferencia o relación entre "jugar" y "juegos". Términos que "parecen ser opuestos, dado que uno sugiere cierta creatividad de forma libre, mientras que el otro sugiere normas". Un juego implica cumplir normas preestablecidas: "los juegos son pura acción gobernada por las reglas", decía (piensen en cualquier juego que conozcan). Mientras que jugar "no implica necesariamente la existencia de ningún tipo de normas" sino la posibilidad de generar unas nuevas. "Los estudios acerca de cómo juegan los niños descubren que (...) los niños que juegan a juegos imaginarios pasan al menos tanto tiempo discutiendo acerca de las reglas como jugando a ellos. Esas discusiones se convierten, por sí mismas, en un tipo de juego", afirmaba Graeber.

Hasta ahora, muchos municipios, Orihuela entre ellos, hemos seguido el "juego" de un modelo de desarrollo local que, además de injusto e insostenible, parece definitivamente agotado. Quizá, en el tiempo que viene, nos tocará aprender de ese sentido del "jugar": discutir democráticamente para reinventar las reglas nuestro espacio público y poner éste al servicio del bien común y la sostenibilidad del territorio.