Todos los años, cuando mis hijos eran pequeños y la canícula estaba en su esplendor, era el momento de preparar los avíos para el próximo curso: libros, material escolar y algún «babi» o guardapolvo por todo uniforme escolar. Menos mal que en aquellos tiempos me libré de los uniformes, aunque tenían la ventaja de que al ir todos los alumnos iguales vestidos se superaban las comparaciones de las marcas comerciales en las zapatillas de deporte, camisas y otras prendas.

Por lo general al hablar de uniformidad, siempre lo entendemos como el traje igual para los individuos de un mismo cuerpo, incluyendo como tal a los pertenecientes a los ejércitos, seguridad oficial o empresas particulares, o miembros de algunas o todas congregaciones religiosas que, en estos casos, los conocemos como hábito.

Volviendo a los estudiantes, ante «la nueva normalidad» a la que nos llevan que, como dice un amigo y hombre sabio mexicano, «no es normal»; el problema debido a la ya reiterada y manoseada pandemia va a ir más allá del uniforme, pues habrá que dotarlos de otro artilugios como la mascarilla, tal vez guantes, una cinta métrica para comprobar la distancia de seguridad, una tablet, un frasquito con gel hidro-alcohólico del recomendado por el colegio, pañuelos desechables para los mocos y, es posible que el bocata deba ir en papel y bolsa con contraste sanitario.

En otras épocas, ante cualquier epidemia la solución era sencilla: cerrar los colegios. Pero, ahora es otro momento y es coherente no alargar por más tiempo el dejar sin formación a los alumnos y buscar soluciones, entre ellas dar cabida al mundo laboral a mayor número de docentes.

Mas, todo ello, no implica dejar a un lado a la uniformidad, la cual era muy tenida en cuenta en los colegios allá por la mitad del siglo pasado. Concretamente, en el Colegio Santo Domingo de Orihuela, regido por la Compañía de Jesús, en su reglamento, aunque se indicaba que no se exigía a los alumnos «un uniforme propiamente tal», se decía que debían tener un traje azul marino para los días que se señalasen.

Aunque las familias tenían libertad a la hora de elegir la confección del mismo. El calzado debía ser negro y aquellos niños que llevasen pantalón corto tenían que ir con calcetines blancos. En este aspecto se había avanzado desde que los Hijos de San Ignacio, allá por 1872, tal como narrábamos en una anterior ocasión, en ese mismo Colegio se exigía que los alumnos llevase «una levita de paño azul turquí, con cuello derecho y al borde galón estrecho de oro fino, abrochada con botones dorados, pantalón negro de paño fino, sombrero negro de castor con galón estrecho de oro fino, y faja de punto de seda azul celeste».

En los años cincuenta de siglo XX, La uniformidad llegaba hasta tal punto que a los alumnos internos se les pedía que acudieran con un traje para los días ordinarios y otro para los de fiesta, que podría ser el azul marino indicado. Así como ropa interior, dos pares de botas resistentes para los juegos, dos pares de zapatos para vestir, dos pijamas, un albornoz y zapatillas para el baño, toallas, varias blusas o delantales, que para «uniformidad» facilitaba el mismo Colegio. Sin embargo, en el último tercio del siglo XIX, se le exigía además dos pares de pantalones de paño o lana gris, tres blusas, un cinturón de charol, un gorro de terciopelo azul, dos corbatas de seda negras, tres pares de botitos o zapatos, diez camisas, ocho pañuelos, ocho pares de medias, ocho cuellos de camisas derechos, y «el abrigo interior que gusten».

Aunque la uniformidad existía durante todo el curso académico, en los citados años cincuenta algunos alumnos la abandonaban y cambiaban su uniforme por disfraces con motivo del DOMUND, en que se organizaba una cabalgata con alguna carroza y vestidos de chino, hindúes, moros y negritos asaltaban hucha en mano a los espectadores pidiéndoles unas monedas para los «negritos» o «chinitos».

El sábado 18 de octubre de 1952, se celebró dicha cabalgata, y en aquel año la recaudación alcanzó la cantidad de 8.200 pesetas, que fue entregada en un cheque al Obispo José García Goldáraz para las Misiones. Así, que valía por lo menos una vez al año no ir todos iguales.