He reconocer que cada vez me supone un mayor sacrificio el ir a un centro de salud o a un hospital, o a un tanatorio, un sepelio o un funeral. Así como acercarme al cementerio, tal vez porque cada día que pasa está más próxima la fecha no de ir voluntariamente, sino que me lleven con los pies por delante. Pero, todo ello, no implica que en lo primero sea necesario para distanciar ese último momento; lo segundo, porque debemos acompañar a aquel que nos une familiarmente o que nos honró con su amistad en vida; lo tercero... sin comentarios.

Para nosotros, en nuestra cultura, la presencia de la muerte siempre ha estado cuajada de inmensa tristeza acompañando al recuerdo de los que nos dejaron. No así, como en otras, en la que en vez de esperar reunirnos todos allí, se aguarda el regreso anualmente de los seres queridos. Tal como sucede en México, en el que el culto a la muerte tiene un componente festivo con lo que ellos denominan como «el día de muertos», que se prolonga durante siete fechas, desde el 28 de octubre hasta el 3 de noviembre, instalando sus «altares de muertos» en las casas, edificios públicos, instituciones e incluso hoteles, en los que cada uno de esos días, se van sucediendo: la espera de las ánimas solas, los difuntos olvidados y desamparados, los que se fueron al más allá sin comer o que perecieron por algún accidente, la de los abuelos de nuestros padres, los niños fallecidos, los difuntos mayores y la despedida de las ánimas hasta el próximo año. Todo ello, con encendido de velas, flores, pan, fruta, golosinas, cigarros, bebidas e incienso.

Sin embargo, aquí se han perdido o van en vías de desaparecer algunas de estas costumbres anexas al culto de los difuntos, ya sean gastronómicas como las gachas con arrope y calabazate, el tazón con aceite en el que navega una mariposa ardiendo, o aquellas que me acompañaban en mi infancia como el hacerme madrugar pronto el día 2 de noviembre para hacer la cama, y así se pudieran posar las ánimas del Purgatorio. O bien, el acudir al ceremonial de difuntos en la iglesia de las clarisas, presidido por un catafalco cubierto de bayeta negra coronado por una calavera, que me aterrorizaba.

Pero, lo cierto es que se debía dar sepultura a los muertos. Y tras aquella Real Cédula de Carlos III, de 3 de abril de 1787, por la que se prohibía el inhumar cadáveres en las iglesias, y se ordenaba efectuarlo en lugares alejados. Pero, algunos de estos cementerios con el trascurso de los años, han quedado dentro de las ciudades pasando a formar parte del paisaje urbano. Hace algún tiempo, recordábamos a estas «ciudades de los muertos» encontradas en nuestros viajes, como los parisinos de Montmartre y Pére Lachaise, el de los ingleses en Málaga, o el judío de Praga. Así, con el tiempo y en nuestro periplo fueron apareciendo algunos más de ellos, como el de la Iglesia de la Trinidad de los Episcopales, en New York, en el sur de Manhattan, en la intersección de Wall Street con Broadway, en el que encontrábamos el monumento funerario dedicado al capitán James Lauwrence de 32 años, que murió en 1813 en acto de servicio en una batalla naval en la guerra contra Gran Bretaña, en una acción desesperada de catorce minutos, tal como reza el epitafio de su tumba. El de Alexander Hamilton, uno de los redactores de la Constitución, primer secretario del Tesoro, fundador del Banco de New York y de la Casa de Moneda, que falleció en 1804 en un duelo contra el vicepresidente Aaron Burr. En Trondhein (Noruega), en la catedral de Nidaros de confesión luterana, o en Jerusalén al pie del Huerto de los Olivos, en que se acumulan miles de tumbas judías con las respetuosas piedras sobre ellas, como testigo de las visitas efectuadas al finado.

Ahora bien, este paseo por las «ciudades de los muertos» seguiremos haciéndolo, si la pandemia lo permite, esperando que tarden muchos años en que otros dejen su piedra sobre mi tumba. Así sea.