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Tribuna

Con la mosca detrás de la oreja

Con la mosca detrás de la oreja

Pasear por el entorno de Cala Mosca es como cruzar un vórtice, esa puerta que los viajeros del tiempo usan para trasladarse a realidades paralelas.

Si hubieran construido en este último tramo virgen del litoral oriolano, caminaríamos sobre un paseo de olas de cerámica, con mosaicos ondulados, imitando el movimiento del mar. La presión sobre un ecosistema ya de por sí degradado sería insostenible. La flora y fauna endémicas, propias del lugar, habrían desaparecido. La jarilla cabeza de gato estaría en una reserva. A lo sumo se habría aprovechado para algún jardín. El tudorella mauretanica, un extraño caracol en peligro de extinción, sería historia.

Si hubieran construido en este escaso kilómetro y medio que conserva playas naturales, nadaríamos entre restos fecales por la (in)capacidad para depurar las aguas en zonas masificadas. Sufriríamos más deficiencia de servicios e infraestructuras. Estaríamos en medio de un atasco en la ya transitada -y muchas veces congestionada- carretera nacional.

Adiós a un lugar para esparcirse y oxigenarse en medio de una asfixiante costa acosada y arrasada por el hormigón.

Si hubieran construido, los acantilados se convertirían en parejos muros. Se gastarían millones de euros en rellenar con arena la orilla que la marea se traga y en retirar las incómodas piedras que nos vomita; en limpiar las molestas algas -posidonia- para los cada vez más acostumbrados a las asépticas piscinas de urbanización.

Hasta conseguir un decorado idóneo, en orden y perfecto. Digno de postal, o más bien, de catálogo inmobiliario. Tendríamos una naturaleza falsificada y domesticada. Quieta, cansada, enferma y muerta. En el horizonte -literalmente- está el Mar Menor, un preludio, según los expertos, de lo que ocurrirá en otros puntos del Mediterráneo.

Atentados a varios niveles -medioambiental, económico, social y jurídico- han facilitado un crecimiento por todos conocido -y padecido-. Sobre el terreno es fácil toparse con una barbaridad tras otra y comprobar lo difícil que es desenladrillar, casi tanto como el trabalenguas.

A vista de pájaro, de rapiña, carroñero o depredador, según quien mire, este entorno sin edificar es tan escaso que es una rara avis. Basta con deslizarse por la pantalla haciendo un barrido con la panorámica actual sobre la ortofoto del vuelo interministerial de 1977 para ver cómo un manto de ladrillo lo cubre todo.

Cala Mosca resiste al acoso desde 1990, cuando se declaró urbanizable. Acorralada por un plan parcial que se aprobó poco después, se ha convertido en un símbolo de lucha por preservar y proteger el territorio. Un proyecto en pausa un día y en marcha al siguiente. Así hasta que se va dando la batalla por perdida.

La hemeroteca está llena de presiones, aberraciones y expolio para facilitar los pelotazos urbanísticos. El resultado es el interés general subordinado a un urbanismo salvaje. Lo llaman progreso, al enriquecimiento de unos pocos.

Cuando parece que ya no puede explotarse más, el tirón es imparable en Orihuela, el municipio de costa que más visados aprobó el año pasado. Lidera también, junto con Torrevieja, el número de compraventas.

Aquí la torta se reparte con apetito desordenado. A dentelladas el sol y la sal, el viento y la mar, esculpen las rocas que parecen muelas. A dentelladas los peces gordos comen terrenos. Sin problemas para digerir los excesos, engullen tierras carnosas, hasta el tuétano y las entrañas, en un banquete sin fin.

A la bandera negra que Ecologistas en Acción ha colocado en este paraje por mala gestión habría que pintarle una calavera. Desembarcan al abordaje. Asedian con sabotajes y extorsiones. Solo movidos por el afán de lucro, y el lucro cesante, ese as bajo la manga, la carta ganadora si a la Administración se le ocurre romper la baraja. Incumplimientos que dan lugar a indemnizaciones millonarias por echar atrás planes proyectados hace décadas, para otros tiempos y otros modelos turísticos que han demostrado estar obsoletos.

Paseo por Cala Mosca con esa nostalgia de cada septiembre, el enero de muchos. Finales y comienzos. El día 1, así, sin transiciones, el Ayuntamiento aprobó el «plan parcial de mejora Alameda del mar», un nombre irónico cuando se trata de dar vía libre a más de 2.200 viviendas.

Los silbidos del viento y los ecos del tiempo me traen una melodía. ¿Dónde están las llaves? Matarile, rile, rile… Una vez las perdimos entre ola y ola. Era niña, cuando ir hasta allí era toda una aventura.

Cuesta imaginar que se trate de un retrato fugaz que solo duró un agosto más. Un paisaje que mañana será ciencia ficción.

A esa ola de despedidas propia del noveno mes, que mecen y arrullan, se suman otras que arrollan memorias. Por si cualquier día de estos amanecemos con máquinas que escupen cemento y esculpen edificios para hogares estacionales. De usar y largarse. Hasta el verano siguiente.

¿Dónde están las llaves? Matarile, rile, ron. Matarile en algunos lugares significa destruir. Chimpón.

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