Tristeza. Desolación. Impotencia. Orfandad. En la muerte de Rafael Martínez Campillo, se acumulan los sentimientos. Tristeza por la pérdida del amigo. Desolación por el mazazo inesperado. Impotencia por todo lo pendiente, que nunca más será. Orfandad por saber que ya no podrás contar con su consejo, con su capacidad para el análisis sereno, con su disposición a colaborar en todo lo que se planteara de forma constructiva.

Aunque hacía muchos años que había dejado la política de partido para retomar, con notable éxito, su carrera como abogado, Rafael nació político y ha muerto político. Político en el sentido excelente de la palabra, el que se refiere a la preocupación por la cosa pública y el afán por mejorar la sociedad. Político de mirada larga y pies asentados en la tierra. Político de la más sobresaliente escuela de políticos que ha dado este país, la de la Transición, la que consiguió, en definición del Adolfo Suárez genuino, aquel que cautivó a Rafael al punto de que acabó siendo el albacea de su legado, hacer normal en las instituciones lo que ya era normal en la calle: las ansias de libertad y el deseo de convivencia. La del consenso, palabra tan denostada ahora que hasta el Congreso de los Diputados se ha convertido en un circo, pero gracias al cual hubo un tiempo en que entre todos fuimos capaces de construir, sobre bases miserables, un país moderno y justo. Nadie en Alicante lo representó mejor que él.

Rafael tuvo elevadas responsabilidades en el teatro nacional, siempre al lado de Suárez, tanto en UCD como luego en el CDS, partido del que llegó a ser su responsable de Organización en un momento en que, pese a lo limitado de su representación, tuvo un gran poder de decisión sobre asuntos de gran importancia para España. Y para la Comunidad Valenciana: Joan Lerma pudo sacar adelante el gobierno de la segunda legislatura sin mayoría absoluta en parte gracias al apoyo en las Cortes de los centristas, de los que Rafael era presidente regional. Pero supo conjugar todo eso con su dedicación a Alicante como parlamentario en el Congreso. Fue de los pocos “diputados de distrito” con los que hemos contado. Pudo hacerlo gracias a su preparación, su disposición y su enorme capacidad de trabajo. Pero también porque contó aquí con un equipo (Gerardo Muñoz, José Ramón González, Manuel Benabent…) de una osadía y una ilusión sin límites. Todos ellos estaban ayer devastados.

En los últimos tiempos, Rafael tuvo la oportunidad de volver a demostrar su concepción de la política como servicio público y su forma de proceder alejada de cualquier sectarismo. Carlos Mazón contaba con su asesoramiento leal en su nuevo proyecto para el PP. Pero del mismo modo puso su vasto conocimiento a disposición de los planes de reconstrucción de la Vega Baja puestos en marcha por Ximo Puig tras la última DANA, aportando valiosas propuestas. El informe que sobre la comarca emitió el Consejo Valenciano de Cultura, por muchas razones histórico, tampoco puede entenderse sin su colaboración.

En ningún caso pidió nada. Rafael no era de los que preguntaban qué hay de lo mío, sino de aquellos con los que siempre podías contar para trabajar por lo nuestro. Sin estridencias. Sin alharacas. Sin protagonismos. Estando sin estar. Seguro que mucha gente fuera de la Vega Baja llevaba años sin saber de él. Y es probable que muchos más estén teniendo conocimiento de su vida por la desgracia de tener que contar tan pronto su muerte. Pero les aseguro que el vacío que va a dejar no será fácil de ocupar.