Si echamos un vistazo a la prensa diaria nos saltará de inmediato a la vista noticias referentes a Campos de Migrantes, Centros de Acogida de Menores, Centros de Estancia Temporal de Inmigrantes, Campos de Refugiados… Son el reflejo del sufrimiento y mal vivir de mucha gente. Volviendo la cabeza atrás, escarbando en lo papeles de nuestro pasado descubrimos algunas referencias históricas de nuestras propias miserias.

La Ley de Hospicios de 6 de febrero de 1822 era incapaz de establecer la adecuada y necesaria separación entre el vicio y la desgracia, entre el crimen del menor y su desamparo. Una norma decimonónica intentaba evitar la contaminación criminal en aquellas instituciones. Se indicaba la separación de los menores por sexos en los hospicios y casas de socorro, en departamentos diferentes a los utilizados por los pobres hospedados. Indicaba la Ley como único elemento estructural que estos edificios tuvieran dos departamentos separados e independientes entre sí, uno para hombres y otro para mujeres, de los cuales el primero será gobernado por un director y el segundo por una directora. Se prohibía el destino a los hospicios y casas de socorro «por vía de corrección ó castigo á ninguna persona», con el objeto de «conservar el buen nombre de estas casas y evitar que lleguen á hacerse odiosos estos asilos de la involuntaria pobreza», pero también se sabe que así no sucedía en estas instituciones.

Una Real Orden, de 30 de Septiembre de 1836, declaraba que sólo debían admitirse en los presidios los reos sentenciados con arreglo a las leyes y ordenes vigentes por los juzgados respectivos», encargando a los del ramo de Hacienda -institución a la que dependía las Salinas de Torrevieja-, que cuando tuvieran que castigar a jóvenes menores de diez y siete años, los mandaran encerrar en los hospicios.

Tenía que haber en cada provincia una casa de socorro para acoger a los huérfanos desamparados y niños de las casas de maternidad, que hubieran cumplido seis años de edad, como también a los impedidos y a los demás pobres de ambos sexos que no tuvieran recurso alguno para proporcionarse sustento diario, y deja escrito: «Excmo. Sr.: He dado cuenta á S.M. la Reina gobernadora de lo manifestado por V.E. tocante a la necesidad de modificar, en la forma que se juzgue más contundente, la Real Orden de 25 de octubre de 1828 sobre costilleros, en la que se fundó la Subdelegación de las Salinas de la Mata y Torrevieja para confinar cinco meses al Presidio de Málaga, á Francisco Guirao, de edad de diez años, por aprehensión de cinco celemines de sal; y cual, según V.E., autoriza la costumbre que hay entre los pueblos inmediatos á las referidas salinas de enviar á presidio todos los inviernos los padres pobres á los hijos que no pueden mantener, valiéndose de manejos acordados previamente con los carabineros; y enterada de todo, se ha servido declarar que no es necesaria la modificación que se solicita, pues la referida Real Orden de 25 de Octubre se halla derogada por la de 3 de Mayo de 1830, determinando que, para corregir los abusos y escandalosa costumbre que se denuncia, bastará que no se admita en el Presidio de Alicante ni en algúno otro, sino á los reos sentenciados con arreglo á las leyes Órdenes vigentes, por los Juzgados respectivos; encargando particularmente a los del ramo de Hacienda, que cuando deba castigarse á los jóvenes que no hayan llegado aún á la edad de diez y siete años, los manden encerrar en los hospicios para contener sus vicios y mejorar sus costumbres».

El presidio de Málaga, al que fue trasladado el torrevejense Francisco Guirao, estaba en la plaza de las Cuatro Calles -hoy plaza de la Constitución- en el epicentro de sus instituciones públicas, civiles y administrativas y el Ayuntamiento. Entre sus cuatro paredes se gestaron castigos ejemplares. La cárcel se consideraba un negocio cuya rentabilidad primaba claramente sobre la justicia: los presos tenían que pagar ‘derechos’ exorbitantes a pesar de estar encerrados, y la falta de espacio y condiciones sanitarias en las instalaciones carcelarias y los calabozos convirtieron el presidio en un importante foco de infección. A finales del XVIII llegó a albergar hasta mil reos expuestos a una falta de salubridad extrema. La doble condena de los presos, que además vivían de la caridad, recibían por todo alimento ocho onzas de pan y verduras desechadas y «mal cocidas» en agua y sal.

Comenzado ya el siglo XIX, una cédula real dictaminó que quedaba expresamente prohibido que los jueces utilizaran fórmulas de tormento personal para que los reos confesaran sus delitos. Aquel texto, unido a sendos informes de arquitectos y médicos, confirmaban que mantener el presidio de la plaza de las Cuatro Calles no tenía ningún sentido. Así, en 1833 el cabildo municipal acordó que los presos fueran trasladados a un nuevo edificio, dejando ya sin uso aquella construcción.

Francisco Guirao, de Torrevieja y con diez años de edad, detenido por aprehensión de cinco celemines de sal -aproximadamente unos dieciocho kilos- cumplió su condena en la antigua cárcel malagueña; en el presidio de Málaga pasó cinco meses -todo el invierno- para luego quedar en libertad.