Miguel Hernández conoció a Federico García Lorca el 2 de enero de 1933 en la casa de Murcia de Raimundo de los Reyes. Con este editó en Sudeste (Diario La Verdad) Perito en Lunas, primer poemario del oriolano universal. Federico llegó desde Elx y Alacant después de su actividad con La Barraca de las Misiones Pedagógicas.

En repetidas ocasiones en mis charlas sobre el poeta oriolano he tenido que contestar desmintiendo la enemistad entre estos dos grandes poetas de la literatura castellana.

He tenido la suerte de conocer a escritores amigos de ambos, entre otros Vicente Aleixandre, que me contaron las buenas relaciones de Federico y Miguel, cómo se retroalimentaban literariamente y cómo intercambiaban poemas, prosa, teatro, ironías y cachondeos. Ambos además tenían en común la pasión por el flamenco.

Cuando Miguel Hernández conoció al granadino el 2 de enero de 1933, en aquellos momentos era un gran referente para el joven oriolano. Lo admiraba y había leído su poemario.

Federico llegó a Murcia desde Elx, en la ciudad de las palmeras y en Alacant había estado con la Barraca, de las Misiones Pedagógicas.

Con Raimundo, editor de Sudeste (La Verdad de Murcia), había firmado Miguel en diciembre el contrato para la publicación de su primer poemario Perito en Lunas. Publicado el 20 de enero de 1933. Miguel participa en 1935 en una misión pedagógica por tierras salmantinas: Brincones, Ahigal de Villarino…

De nuevo en 1934 de la mano de Vicente Aleixandre vuelve a tener contacto, en su tercer viaje a Madrid, con García Lorca y se inicia el epistolario y la amistad entre los dos escritores. Y hay prueba gráfica: tres fotografías grupales de los dos con miembros de la Generación del 27.

En septiembre de 1936 escribe Miguel Hernández «La elegía primera a Federico García Lorca», poema atravesado por los sentimientos de amor hacia Federico y de rabia por el asesinato de los golpistas en Granada, el 18 de agosto de 1936, en el camino de Viznar a Alfacar.

«Elegía primera»

(A Federico García Lorca, poeta)

Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas,

y en traje de cañón, las parameras

donde cultiva el hombre raíces y esperanzas,

y llueve sal, y esparce calaveras.

Verdura de las eras,

¿qué tiempo prevalece la alegría?

El sol pudre la sangre, la cubre de asechanzas

y hace brotar la sombra más sombría.

El dolor y su manto

vienen una vez más a nuestro encuentro.

Y una vez más al callejón del llanto

lluviosamente entro.

Siempre me veo dentro

de esta sombra de acíbar revocada,

amasado con ojos y bordones,

que un candil de agonía tiene puesto a la entrada

y un rabioso collar de corazones.

Llorar dentro de un pozo,

en la misma raíz desconsolada

del agua, del sollozo,

del corazón quisiera:

donde nadie me viera la voz ni la mirada,

ni restos de mis lágrimas me viera.

Entro despacio, se me cae la frente

despacio, el corazón se me desgarra

despacio, y despaciosa y negramente

vuelvo a llorar al pie de una guitarra.

Entre todos los muertos de elegía,

sin olvidar el eco de ninguno,

por haber resonado más en el alma mía,

la mano de mi llanto escoge uno.

Federico García

hasta ayer se llamó: polvo se llama.

Ayer tuvo un espacio bajo el día

que hoy el hoyo le da bajo la grama.

¡Tanto fue! ¡Tanto fuiste y ya no eres!

Tu agitada alegría,

que agitaba columnas y alfileres,

de tus dientes arrancas y sacudes,

y ya te pones triste, y sólo quieres

ya el paraíso de los ataúdes.

Vestido de esqueleto,

durmiéndote de plomo,

de indiferencia armado y de respeto,

te veo entre tus cejas si me asomo.

Se ha llevado tu vida de palomo,

que ceñía de espuma

y de arrullos el cielo y las ventanas,

como un raudal de pluma

el viento que se lleva las semanas.

Primo de las manzanas,

no podrá con tu savia la carcoma,

no podrá con tu muerte la lengua del gusano,

y para dar salud fiera a su poma

elegirá tus huesos el manzano.

Cegado el manantial de tu saliva,

hijo de la paloma,

nieto del ruiseñor y de la oliva:

serás, mientras la tierra vaya y vuelva,

esposo siempre de la siempreviva,

estiércol padre de la madreselva.

¡Qué sencilla es la muerte: qué sencilla,

pero qué injustamente arrebatada!

No sabe andar despacio, y acuchilla

cuando menos se espera su turbia cuchillada.

Tú, el más firme edificio, destruido,

tú, el gavilán más alto, desplomado,

tú, el más grande rugido,

callado, y más callado, y más callado.

Caiga tu alegre sangre de granado,

como un derrumbamiento de martillos feroces,

sobre quien te detuvo mortalmente.

Salivazos y hoces

caigan sobre la mancha de su frente.

Muere un poeta y la creación se siente

herida y moribunda en las entrañas.

Un cósmico temblor de escalofríos

mueve temiblemente las montañas,

un resplandor de muerte la matriz de los ríos.

Oigo pueblos de ayes y valles de lamentos,

veo un bosque de ojos nunca enjutos,

avenidas de lágrimas y mantos:

y en torbellino de hojas y de vientos,

lutos tras otros lutos y otros lutos,

llantos tras otros llantos y otros llantos.

No aventarán, no arrastrarán tus huesos,

volcán de arrope, trueno de panales,

poeta entretejido, dulce, amargo,

que al calor de los besos

sentiste, entre dos largas hileras de puñales,

largo amor, muerte larga, fuego largo.

Por hacer a tu muerte compañía,

vienen poblando todos los rincones

del cielo y de la tierra bandadas de armonía,

relámpagos de azules vibraciones.

Crótalos granizados a montones,

batallones de flautas, panderos y gitanos,

ráfagas de abejorros y violines,

tormentas de guitarras y pianos,

irrupciones de trompas y clarines.

Pero el silencio puede más que tanto instrumento.

Silencioso, desierto, polvoriento

en la muerte desierta,

parece que tu lengua, que tu aliento,

los ha cerrado el golpe de una puerta.

Como si paseara con tu sombra,

paseo con la mía

por una tierra que el silencio alfombra,

que el ciprés apetece más sombría.

Rodea mi garganta tu agonía

como un hierro de horca

y pruebo una bebida funeraria.

Tú sabes, Federico García Lorca,

que soy de los que gozan una muerte diaria.

Miguel Hernández