Hay miedos clásicos en los niños pequeños y no tan pequeños, que siempre inquietan a los padres respecto a cuando hay que tomar en cuenta estos temores, que de un día para otro, sin previo aviso, se convierten en los más fieles acompañantes de los niños.

El miedo a la oscuridad, o a estar solos, son miedos por excelencia en los primeros años de vida, que muchas veces se hacen acompañar de otros: miedos a perros, dinosaurios, lobos, dragones, entre otros.

Aunque no siempre la ferocidad es una condición indispensable. Pueden ser también miedos a monstruos horrorosos que obtienen del amplio banco de imágenes que la tecnología les provee o relatos morbosamente angustiantes, que circulan en la transmisión oral. Las presentaciones son muy variadas.

Como bien saben los adultos de nada sirven las explicaciones o racionalizaciones acerca de las improbabilidades lógicas de que el peligro aparezca. Llegados a este punto, las palabras ajenas no tranquilizan.

Hay que tener en cuenta que los miedos infantiles no siempre se convierten en fobias ya que éstas son verdaderas construcciones de defensa sobre los miedos iniciales, verdaderas murallas de palabras y ficciones que requieren que la elaboración del niño haya empezado a funcionar.

Cuando una fobia se declara, vemos al niño en un trabajo activo, no solo de huida como era inicialmente, sino que con dedicación se pondrá a construir saberes y relatos para prevenirse del acercamiento del objeto que teme. La fobia entonces puede aparecer en un momento posterior al miedo, aunque tampoco es garantía de defensa absoluta.

¿Y que hay antes del miedo? Si nos detenemos en las coordenadas en las que el temor ha aparecido en el niño o niña, vemos que siempre, lo que antecede, es un estado latente de incertidumbre, un tiempo inquietante que el pequeño ha comenzado a sentir sin que haya podido nombrarlo.

No es necesario que grandes episodios traumáticos atraviesen la vida familiar para que el niño se sienta paralizado, más bien lo contrario, muchas veces los padres comentan que todo marchaba muy bien hasta que el miedo surgió.

Es que lo inquietante en la infancia toma formas muy diversas, que no siempre se corresponden con la realidad, aunque de la realidad se puedan obtener elementos para alimentar el miedo. Así por ejemplo, una misma serie o videojuego puede dar a un niño el nombre de aquello que lo angustia y al hermano que presenció las mismas escenas, dejarlo absolutamente indiferente, porque aunque la inquietud previa no se sustente en la realidad, si tiene relación con lo que cada niño está viviendo en ese momento, aunque ni siquiera haya podido pensarlo.

El miedo entonces, toma el relevo de las palabras que faltan y localiza fuera lo que no es más que un conflicto interior. La distancia con lo que se teme se preserva inmutablemente como vemos cada vez que se aplican técnicas de exposición gradual al objeto que causa temor: del miedo a un objeto se pasará a otro, o a un personaje siniestro y de allí a otro si se insiste, como intentos desesperados del niño por mantener alejado aquello que no puede resolver.

La paradoja es que el miedo localizado en algo exterior, no deja de ser un recordatorio de lo que se teme tanto como se desea. Esa doble cara del miedo la conocemos por la fascinación que nos despiertan las películas de terror.

Tratándose de un niño o niña, que por definición es un ser que depende de los cuidados y del amor de sus padres, los enigmas que intenten resolver tendrán relación directa al lugar que como hijos ocupan en el seno familiar y a la separación que de la madre y padre puedan o no, ir conquistando. Los miedos son por tanto, intentos fallidos, pero intentos al fin, de conquistar lugares de autonomía.

A todo hijo e hija le corresponde atravesar con más o menos éxito, esos conflictos vitales para poder en el futuro salir al mundo, aunque en esta época de maternidades y paternidades confundidas con servilismo hacia los hijos, la encrucijada para los menores se acrecienta. ¿Cómo sentirse seguros en el mundo, si los hijos reciben constantemente el mensaje de que son los padres los que no pueden vivir sin ellos?

Firma el artículo Lorena Oberlin Rippstein, Tyché Psicología Clínica