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La isla indefinida

Castillo de Cabrera.

Cabrera, marzo-abril de 1814 Jacques

Hacía tres meses que llegaron a la isla, llovía casi a diario. Era el último día de marzo y las nubes, negras y espesas, cubrían el cielo como una bóveda empedrada.

Dejó de divisar el horizonte marino desde el malecón, anduvo despacio a su choza, situada en el extremo de Napoleonville, la más alejada de la playa. Se encontraba más cansado de lo habitual y, según Loreto, afiebrado. Ella le rogó que guardase reposo, que se quedara acostado en el catre hasta recuperarse. Le preocupaba el color dorado sucio que había empezado a teñir su piel y la membrana blanca de sus ojos era amarillenta. Pero Jacques se negaba a tumbarse en aquel nido de piojos y moscas durante más tiempo del imprescindible. Cuando llegaba la noche no descansaba preocupado por Loreto, que se levantaba en sueños y salía a deambular. De madrugada, dormida, pero con los ojos abiertos, partía de la cabaña sin rumbo. Unas veces siguiendo los senderos de retamas, otras atravesando zarzas y matorrales sin sentir cómo se le clavaban las espinas y piedras en sus pies descalzos. Jacques la buscaba cuando notaba su ausencia tratando de llevarla a la choza. La cogía con suavidad de los hombros, le susurraba con ternura hasta que llegaban al jergón. Loreto, sumisa, se dejaba llevar… casi siempre. Una noche, de improviso, se puso a chillar aterrorizada y a gesticular compulsivamente, como si la atacaran monstruos invisibles. A pesar de que la choza se encontraba alejada del resto de Napoleonville, aquellos ataques nocturnos fueron escuchados y vistos por más de un isleño. Desde entonces se ganó fama de loca. Tanto, que Jacques temió que la deportaran a la Gruta de los Tártaros. Para evitarlo, permanecía casi todas las noches despierto, vigilándola. Con su consentimiento, le ató al tobillo un cascabel de latón para que le avisara si se levantaba.

LA ISLA INDEFINIDA

¿Por qué él fue el único oficial enviado a aquella isla maldita? Era la pregunta que se hacían. «Debe de ser un error. Has de protestar», le repitió Loreto. Jacques elevó la queja al gobernador de la isla, pero no supo darle una explicación y no se molestó en averiguar la razón por la que habían traído a un prisionero con grado de capitán.

Después de que los españoles ocupasen Denia, los ciento cuarenta y un soldados franceses que se rindieron fueron embarcados en dos naves rumbo al archipiélago balear. Uno de los barcos fue dirigido al puerto de Palma de Mallorca, a bordo iban el comandante Brin con los oficiales, además de ocho decenas de soldados. En el otro iban los demás presos, incluidos él y Loreto, partió a Cabrera.

Caminando bajo la llovizna, Jacques rememoraba la perplejidad y el desconsuelo que sintieron los primeros días tras su llegada, cuando descubrieron el infierno al que habían sido enviados. Un infierno que se extendía a lo largo y ancho de aquella isla de costa sinuosa y escarpada, rodeada de islotes, con terreno montuoso cubierto de maleza y playa, donde sobrevivían lagartos y alacranes. Cerca del puerto se levantaba un pequeño fuerte, habitado por el gobernador, el comisario, un pelotón de soldados y el cura.

A su llegada quedaron impresionados por el modo de vida que habían adoptado los miles de prisioneros que habitaban en la isla. Mayor fue el estupor cuando supieron que aquellos hombres, semejantes a espectros o sombras humanas, sobrevivían como animales.

Massac

La historia de los más veteranos la conocieron por Massac, el oficial francés que llevaba en la isla desde que Cabrera se convirtiera en la prisión al aire libre más grande del mundo.

–Tras la derrota en la batalla de Bailén, caímos prisioneros unos dieciocho mil. El general Dupont y los oficiales de más alta graduación fueron enviados a Francia, pero el resto fuimos amontonados en viejos pontones del puerto de Cádiz, a la espera de un posible intercambio por prisioneros españoles. Este canje no se produjo. Unos cuatro mil fueron embarcados rumbo a las Islas Canarias; a otros siete mil nos mandaron aquí.

–¿Y qué os encontrasteis? –preguntó Loreto, que todavía creía estar viviendo una de sus pesadillas.

–Nada –respondió Massac, un rudo parisino cuarentón con cicatrices en un cuerpo magro–. El fuerte estaba medio derruido –dijo señalando el pequeño castillo, bañado por el mar.

–Sólo estábamos los prisioneros, vigilados por varios navíos que circundaban la isla. Los tripulantes de uno de aquellos barcos ingleses nos trajeron yesca y pedernal para encender la leña, herramientas y semillas. Con estos materiales y otros que nos procuramos, los oficiales organizamos la construcción de las primeras cabañas junto a la playa. En lo alto de una de las colinas construimos la mayor de las chozas, dedicada a hospital. Fueron configurándose las calles y la plaza, conocida como Palais Royal, y empezamos a reunirnos para mercadear mediante trueque: habas por pan, tocino por arroz, carne salada por vino rancio… Muchas de las mercancías procedían de las raciones que nos traía la chalupa de víveres, otras se cultivaban en los huertos. Se ofrecían golondrinas cazadas con garrotes, ratas y ratones criados por algunos para evitar su extinción. Más tarde aparecieron las artesanías. Una de las cosas de mayor valor, por su escasez, era la sal. A un inglés se le ocurrió llamar a esta aldea de barracas Napoleonville.

Loreto

Jacques encontró a Loreto sentada en una roca, escribiendo con lápiz en un viejo papel. Desde los primeros días en aquel infierno, por Navidades, había escrito tres cartas a su padre, entregadas a mosén Estelrich, para enviarlas a Denia. En la primera le comunicaba dónde se hallaban, y en las siguientes (retenida la melancolía por el cedazo del amor filial) le hacía saber que estaban bien y con esperanza de partir a Francia. También Jacques escribió a su familia. La carta se la entregó a un oficial inglés, junto a una moneda de oro, con la promesa de que llegaría a Burdeos. Nunca recibieron respuesta.

–¿Ha venido la chalupa de los víveres? –preguntó Loreto, que interrumpió la escritura para tocar la frente de Jacques.

–No.

–Tienes fiebre y estás temblando. Deberías acostarte.

Observó los ojos preocupados de su esposa, que cada día le parecía más hermosa, a pesar de las penalidades que padecían. Ya no olía a canela, pero tampoco a sudor y suciedad como los demás. Muchas tardes se bañaba en el mar. Tenía puesta una manta sobre lo que había sido un bonito vestido azul turquí, ahora reducido a unos harapos que la cubrían desde los hombros hasta la cintura, estaba descalza. En el escote colgaba una cruz de plata que acabaría en Palais Royal para comprar algo con que aliviar sus estómagos.

–No quiero acostarme. Prefiero descansar aquí, aprovechando que ha dejado de llover.

–Ha venido el cura.

Mosén

Según les contó Massac, el cura mallorquín Damián Estelrich llegó a Cabrera en 1809. Al principio se dedicó a visitar el hospital con un asno al que llamaba Martín, cargado de pan y medicinas.

–Como no teníamos palas para enterrar a los muertos, los quemábamos, hasta que el cura hizo que nos trajeran el material con el que construimos el cementerio. En general, fueron buenas las decisiones que tomó. Pero también hubo otras que molestaron y hubo protestas. Como la de repatriar a las mujeres. Muchas estaban amancebadas y algunas se prostituían, lo que provocaba peleas. Para evitar el pecado y las trifulcas, promovió la repatriación obligatoria de todas las mujeres, incluidas las casadas. Fueron embarcadas ante la mirada furiosa de los hombres que, impotentes, se veían separados de sus esposas y coimas. Algunas se rebelaron y huyeron a las cuevas. Con la llegada de nuevos prisioneros, arribaron más mujeres; enfurecido, mosén Estelrich volvió a organizar nuevas levas de mujeres. Algunas parieron en las cuevas, pero la mayoría aceptaban la oferta del cura, que les proporcionaba pasaporte y algunos reales para partir.

Sin provisiones

–¿Qué quería el cura? –preguntó Jacques moviéndose con un escalofrío.

Loreto miró al cielo, estaba encapotado. Entró en la choza, cogió una frazada vieja y salió para ponérsela a su esposo sobre los hombros.

–Quiere lo de siempre, que me vaya. Dice que es lo mejor para ti y para mí. Teme que algún desaprensivo me asalte y ultraje, o que, por culpa de una tempestad, dejen de venir las vituallas, pasemos hambre y me obligues a prostituirme para comer.

–¿Eso te ha dicho? –se escandalizó.

–Dice que algunos esposos lo hacen.

–¿De verdad?

–El hambre es muy mala y cuando aprieta… Pero no es nuestro caso, se lo he asegurado.

–¿Y qué te ha dicho?

–Que tampoco las otras parejas creían que lo harían, que eran matrimonios cristianos… –suspiró–. Ha estado muy comprensivo y ha usado buenas palabras: Que las amancebadas y las meretrices están siendo llevadas a Palma, a una Casa de Piedad, hasta que se arrepientan y estén dispuestas a cambiar de vida. Cuando le enseñé el certificado y vio que soy una esposa legítima, me dijo que sería enviada a Denia, a casa de mi padre, donde podré esperar el final de la guerra y luego reunirme contigo… –sonrió con tristeza.

–No resulta una idea descabellada –opinó Jacques.

–Ni hablar. Yo no me voy de aquí sin ti –sentenció Loreto. A él le pareció ver un brillo fugaz en el lunar de su frente.

Aquella noche la isla fue azotada por un feroz temporal. El viento amenazó con arrancar el ramaje que formaba el tejado de la choza de Jacques y Loreto, que permanecieron toda la noche despiertos, soportando los chorros que entraban de la lluvia. Aquello sirvió para llenar las vasijas, cuencos y damajuanas de un agua que les vino muy bien para aplacar la sed. La tormenta les recordó aquella tremenda tempestad que sufrieron los isleños finalizando el verano de 1809, según les contó Massac:

–Más que una tormenta fue un vendaval que duró ocho días. Los más débiles murieron, gran parte de las chozas fueron destruidas, como el hospital. Los muertos enterrados en el cementerio salieron arrancados de sus tumbas por el agua, que los arrastró y desperdigó por la ladera de la colina. El temporal retrasó la llegada de víveres y el hambre se hizo insoportable. Algunos hombres se refugiaron en el monte. Por allí andan todavía: solitarios como ermitaños. Los llaman robinsones, sólo bajan al puerto para recibir su ración de comida cuando arriba la chalupa de víveres. Seguro que ya habéis visto alguno: son esqueletos andantes. Luego nos dispusimos a reconstruir Napoleonville, levantando nuevas chozas, cavando un nuevo cementerio, construyendo otro hospital en lo alto de la colina, que se llenó de enfermos. Por fin llegó el barco con las vituallas. Nuestros carceleros mallorquines se apiadaron de nosotros y le concedieron al cura la petición de que algunos enfermos fueran trasladados a un hospital de Palma. Días más tarde regresó uno de los enfermos, completamente restablecido, con ropa nueva, hablando maravillas del trato recibido, de lo que había comido… Esto hizo que muchos hombres se hirieran voluntariamente, hasta se mutilaron los dedos para que les trasladaran a hospitales mallorquines. Pronto se abarrotaron y, a casi todos, los devolvieron después. Algunos de ellos suplicaron que no les trajeran de vuelta: «Amarga es la muerte, pero tres veces más amargo es tener que irse a Cabrera», decían entre sollozos.

El primero de abril amaneció despejado, un sol radiante iluminaba la isla como un dios anhelado. Jacques seguía con fiebre, sudoroso, con temblores, pero decidió ir al malecón. Avistó la bahía con la esperanza de ver la chalupa que debía traer los víveres. Hacía seis días que no venía y las raciones se habían acabado. Massac les dijo que el suministrador actual, Bertomeu Valentí Corteza, era el mejor, no especulaba con los precios y se esforzaba para que llegaran a tiempo los víveres. Debía ser verdad porque, desde que estaban en la isla, no se había retrasado el barco de los suministros. Extrañamente, la chalupa de Valentí no arribó.

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