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Arder en el lenguaje

La escritora argentina Alejandra Pizarnik escribió su diario, a diferencia de lo que ocurría con su poesía, como algo liberador

Arder en el lenguaje

Si no escribo poemas no acepto vivir, vivirme (?) No se trata de obligarme sino de arder en el lenguaje

Alejandra Pizarnik

Alejandra Pizarnik fue una poetisa argentina que nació en 1936. Entre 1960 y 1964 vivió en París, donde tuvo la oportunidad de conocer a Julio Cortázar, Octavio Paz, Rosa Chacel y Simone de Beauvoir. Un año antes de escribir su primer libro de poemas, La tierra más ajena (1955), comienza a redactar su diario que le acompañó hasta poco antes de suicidarse. Tenía 36 años. Las más de mil páginas que forman parte del diario testimonian la crisis existencial de una poetisa que padeció la tragedia del lenguaje. ¿Cómo encontrar la expresión adecuada a las imágenes? ¿Cómo mostrar lo indecible?

Dos cosas alejaban a Alejandra de la vida: la lectura y la escritura. «Yo no quiero vivir, yo quiero un interés obsesivo por dos cosas: los libros y mi poesía». En sus páginas se suceden los días de ausencia. Todo se anodada a su alrededor: los pensamientos, los objetos, los impulsos, el habla, la gente. Esa sensación de irrealidad la mantiene en un «subsuelo». Lo único que le hace sentirse viva es el sufrimiento, alejándola del hastío y la disipación, al igual que «leer, comer, hacer el amor y embriagarse».

Los diarios están atravesados de lecturas. Descubrimientos exaltados y relecturas sosegadas se alternan: César Vallejo, Proust, Katherine Mansfield, Dostoievski, Nietzsche, Baudelaire, Emerson, Thoreau, Faulkner, Novalis, Heidegger, Pascal, Leopardi, Gide, Lorca, Azorín, J. Goytisolo, Rimbaud, Camus, Dylan Thomas, Stendhal, Cervantes, Quevedo, Breton, Simone Weil, Flaubert, Kierkegaard, Hölderlin, Shakespeare, Blanchot, Virginia Woolf, Cortázar, Octavio Paz, Pound, entre otros. Lista incompleta que suple en parte la ausencia de un índice onomástico en esta edición y que perfila un canon literario en la autora marcado por el modernismo y el existencialismo.

Como Rilke, Pizarnik considera que «la mayor parte de los acontecimientos son indecibles». De ahí que dudara siempre del lenguaje. Fue su «enfermedad»: «un muro, algo que me expulsa, que me deja fuera». No se trataba únicamente de un muro gramatical (pues el castellano no era su lengua materna siendo su familia de origen ruso y eslovaco); era, además, un muro metafísico: algo demasiado abstracto, pero al mismo tiempo sabía que sin el lenguaje no podía vivir. Contemplaba su tarea como la de una «coleccionista de palabras» que debían prender en su interior «como si ellas fueran harapos y yo un clavo». ¿Clavar palabras para fijar el devenir? Pues escribir para ella supone traducir «unas imágenes visuales acompañadas de unas pocas palabras». Y esas imágenes y esas palabras «deben ir referidas a nuestra herida: la vida, la muerte, el amor, el deseo, la angustia». El lenguaje se revelaba en muchas ocasiones como un límite incapaz de evocar lo indecible: «Exilio del lenguaje. Exceso de imágenes plásticas imposibles de transmutar en palabras. Escribir es traducir». El poema soñado sería para ella un «poema-objeto», donde «las palabras son cosas y las cosas palabras».

El lenguaje fracasa al expresar los sentimientos: «es la valla de los deseos» y las palabras no logran más que recortarlos y encerrarlos. Pizarnik anhela un «lenguaje del cuerpo», liberado del «maldito vicio de la definición». No soporta la pérdida que supone traducir en palabras la intensidad de una mirada o un silencio: «Si los ojos pudieran decir. Si el silencio». Hay en ella un deseo de captar la belleza del instante: «Oh, apresar, agregar infaliblemente el momento y encerrarlo, esconderlo, tocarlo, decirle ¡eres mío!».

A diferencia de la poesía, escribir en el diario era algo liberador para Pizarnik. «Escribir mucho sin detenerse» le brinda momentos de «felicidad» al no pensar en la calidad literaria de las anotaciones. No obstante, y quizás debido a su inseguridad ante el lenguaje, el método literario de gestación de sus diarios es muy elaborado: la autora escribía una primera versión a mano de cada texto y, después, la corregía mientras la pasaba a máquina; entonces la volvía a reescribir para mecanografiarla de nuevo. (El anexo de esta edición permite constatar las variaciones textuales). Sea como sea, Pizarnik atribuye al diario un valor terapéutico. Concibe el diario como una búsqueda de sí misma que retrata las contradicciones entre lo vivido, lo pensado y lo deseado: «Es preciso que consigne todo, que anote todo, tal vez descubra en dónde está la falla: pero tal vez está en el abismo entre las decisiones y la ideas que surgen del intelecto y los deseos salvajes e irracionales que nada tienen que ver con él». Si unas veces alberga el sueño de «escriturarse» y mimetizarse en el diario («hacer letra impresa de mi vida»), otras veces echa en falta hechos y realidades tangibles: «Este diario tiene que devenir más concreto. Hay que poblarlo de nombres, de paisajes, de existencias».

No habla más que de sí misma en su diario porque «hasta ahora no encontré un tema más interesante». Sin embargo el yo se convierte en fuente de sufrimiento. «Si hemos nacido con el yo, ¿por qué renunciar a él? Para no sufrir. No entiendo nada sino esto: la pérdida de la noción del yo implica felicidad». Angustiada siempre por la pregunta de «cómo vivir», se percató de que la cuestión era simplemente «dar vida». Pero ya era demasiado tarde. Pizarnik acabó enfrentada a una trágica disyuntiva: entre «la indiferencia absoluta, o la muerte». Eligió el suicidio. Sus diarios muestran la tragedia de una escritora dispuesta a «castigar» a su cuerpo «hasta que diga palabras». Hasta «arder en el lenguaje».

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