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Amor en conserva

Un delirio navideño

Recuerdo algunos chistes vitriólicos, cargados de cinefilia, de la película Los amigos de Peter de Kennet Branagh (1992), esa especie de falso remake de Reencuentro, el filme de Lawrence Kasdan que se estrenó allá por 1983. Un grupo de antiguos compañeros de la universidad, amantes del teatro, se reúnen diez años después de haberse separado en la mansión rural de uno de ellos, el aristocrático y bonachón Peter, para pasar la Nochevieja juntos. Ya se sabe: el mundo, la vida, ha cambiado. Nada ha salido como se esperaba. Pero la amistad, aquellos lazos establecidos durante la generosa y radiante juventud, tras unos atisbos de crisis producidos por la lejanía y las ausencias, persiste y sale fortalecida para dejar un amable y esperanzador regusto en el espectador conforme suena la música y se desliza en la pantalla el consabido The end. La banda sonora es excelente: Bruce Springsteen, Elton John, Queen, Nina Simone, Eric Clapton. La interpretación estupenda, muy british, como la campiña inglesa que enmarca la trama y los cálidos decorados: el propio Branagh, su exesposa Emma Thompson, Stephen Fry, Hugh Laurie, Imelda Stauton. Una gozada.

¿Los chistes?. Bueno, el amigo pregunta a la compañera que ha quedado soltera: «¿Algún novio a la vista?». «Estaba saliendo con alguien, con un escritor», contesta ella. «¿Y qué ocurrió?». «Ocurrió que se suicidó». «Lo siento. ¿Qué clase de libros escribía?». «Libros de autoayuda», responde la chica mientras pasean ambos por la brumosa y verde pradera. ¿Otro? De acuerdo, ahí va: la esposa americana de uno de los amigos de la pandilla, ajena al grupo, intenta guardar la línea y, ante el anuncio de una copiosa comida, acosa a la severa y distante cocinera de la mansión. «¿Por qué no me prepara unas patatas al horno con unas verduras?». La cocinera le dice: «Por qué no baja usted al pueblo, las compra y se las prepara usted misma?». «Ya -comenta la yanqui- estoy segura de que usted no vio jamás Arriba y Abajo». Si me estrujo el cerebro todavía soy capaz de recordar un retazo de conversación entre esta muchacha y la joven solterona inglesa. «Estuve casada con un bisexual», comenta la primera. «¿Y qué pasó?». «Se largó con una mujer. Es la mayor ofensa que he sufrido en mi vida».

¿Por qué les cuento esto? No lo sé a ciencia cierta. Tal vez porque se acerca la tarde enorme, melancólica, resacosa de la Navidad y este año no tengo ganas de volver a ver Horizontes de grandeza, ese western descomunal de William Wyler, repleto de emociones, que suelo sacar de la lata para digerir el cocido. Tal vez por qué estoy ya muy mayor y, a falta de una película amable, en la que se reúna un grupo de jubilatas sin hablar de las calamidades propias de la edad, prefiera enfrentarme a esta historia de maduros treintañeros que creen estar de vuelta de todo -como los que rondarán por la casa esa tarde- me mirarán como se observa a un dinosaurio y no pararán de darme la vara con «Podremos», «Ganaremos», «Os daremos». Cómo si los dinosaurios, además de haber vivido en la época peligrosa de los grandes helechos, no hubiesen pagado el cocido. Con Los amigos de Peter echaré unas risas y estos «listillos» no me pillarán desprevenido.

Aunque, puesto a ser sincero, lo que me gustaría ver la tarde de Navidad es algo que, desgraciadamente, no tengo en la videoteca: una serie inglesa de 1990-1992, titulada Jeeves y Wooster, basada en las novelas y cuentos de PG Wodehouse, e interpretada por los geniales Stephen Fry y Hugh Laurie. Podría pedírsela a los Reyes Magos. O al Coletas, que, metido en la vorágine, está dispuesto a regalarnos hasta un cachito de cielo. Amén.

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