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Genaro Lahuerta en el desierto

El primer libro de la colección de viajes de la nueva Ediciones Vuelta del Ruiseñor es una gozada

En este artículo hay dos cosas que, al menos, resultan sorprendentes. La primera,el nacimiento de una nueva editorial valenciana, Ediciones Vuelta del Ruiseñor que, con los tiempos que corren para la cultura no deja de ser una noticia algo más que agradable. Una editorial que comienza con títulos interesantes en algunas de la colecciones que nos anuncia, colecciones con nombre de intelectuales del País Valenciano. Así, la de Diseño Gráfico corresponde a Arturo Ballester, donde, entre otras novedades, se anuncia la aparición de un libro de Enric Satué. En la colección de Arquitectura Juan José Estellés, se prepara título para este año, Enrique Segarra. Arquitectura del exilio. La sección de fotografías lleva por título, como no, el de Josep Renau y, entre otros libros, avisa de una edición de los Hermanos Mayo inmortalizando en imágenes la ciudad de México.

Y faltaba, claro, la colección de viajes, dedicada a Max Aub, intelectual valenciano nacido en París, exiliado en América y cuya Fundación reside en la castellonense Segorbe. Escritor que reivindicaba su tierra con aquella frase famosa de que «no se es de donde se nace sino de donde se hace el bachillerato».

En esta nueva colección de viajes, donde se prepara edición de la estancia cubana de Max Aub, el primer título en aparecer es una auténtica gozada: Genaro Lahuerta. Hacia África. Diario de un viaje, 1953, el segundo de los hallazgos que desvelaremos en este artículo.

El pintor valenciano, ya acostumbrado a dejarnos testimonio literario de sus viajes al extranjero aunque mantuviera inédito su viaje a Italia, guardó celosamente en un cajón las cultas referencias que redactó tras su viaje a las colonias saharianas españolas en 1953 y en 1956, poco antes de que se emprendiera la descolonización de un territorio que nos era tan ajeno. Ajeno y lejano aunque con raíces históricas desde que en el siglo XV los reyes de Castilla y Aragón, Isabel y Fernando, iniciaron lo que se vino en llamar la política africana de España buscando, según arguyeron, la seguridad de las costas peninsulares a fin de evitar los asaltos de piratas berberiscos. Desde entonces, el colonialismo español no cesó de dirigir sus miradas y sus tentáculos hacia posiciones africanas.

Tras el acuerdo con Portugal de repartirse el mundo desconocido, España pasó a controlar una amplia zona costera en el oeste marroquí que se extendía desde Santa Cruz del Cabo Aguer (Agadir) hasta el Cabo Bojador, frente a un archipiélago canario que, por aquel entonces, España no había terminado de someter. Una fortaleza en la bahía de Puerto Cansado, al norte del cabo Juby, fue el lugar donde, con casi toda seguridad, se levantó el estandarte español desde 1476 a 1527, año en que los bereberes arrasaron completamente la base militar y comercial española en el Atlántico africano. Curiosamente, aquel primitivo y desaparecido enclave español, al que el alicantino Jorge Juan se refirió ampliamente en sus conversaciones con el sultan de Marrakech en 1767, volvió a la actualidad cuando tres siglos después, en 1868, españoles y franceses se disputaban el territorio magrebí con evidentes ansias coloniales. España, claro, reivindicó sus derechos históricos sobre la zona, consiguiendo el dominio de Ifni aunque, probablemente, no se correspondiera con el olvidado territorio de Santa Cruz de la Mar Pequeña.

Cuando Genaro Lahuerta visitó estos mismos territorios en la década de los cincuenta del siglo pasado, la presencia militar española era una realidad y todavía no había cuajado en forma fechaciente las ansias de libertad de un pueblo que poco más tarde capitalizaría el Frente Polisario. El pintor valenciano nos deja en este librito, bellamente editado, un sorprendente y entrañable relato de las costumbres, gastronomía, paisaje y arquitectura de estos lugares y, sobre todo, una admiración por las gentes que, a su decir, le atienden de manera extraordinaria.

Lahuerta, además, aprovechó sus estancias en el desierto para dejar constancia fotográfica, cargado con una modesta Rollei Flex, de lo que veía y apuntaba en su cuaderno de notas y pinturas. La edición que hoy comentamos adjunta una treintena de fotografías, de las más de quinientas que constan en el archivo familiar sobre estos dos viajes; unas anónimas, en las que aparece él mismo, y otras, las más, realizadas por el pintor y que resultan tan excelentes documentos gráficos al punto que un reconocido fotógrafo actual, José Aleixandre, las califica de sorprendentes, sugestivas e, incluso, inauditas ya que incluye desnudos de mujer en un contexto cultural donde la religion islámica lo prohibe.

La introducción al texto de Lahuerta del critico de arte valenciano Manuel García es una muestra de aquellos intelectuales y artistas valencianos que buscaban algo más que las palabras escritas o la representación gráfica de lo que veían y sentían, como Max Aub, los hermanos Ballester, Juan Chabás, Juan Gil-Albert o, entre otros, Rafael Pérez Contel. Toda una generación, como señala García, comprometida con los valores democráticos de la República española y un grupo de intelectuales que nos dejaron su impronta en importantes publicaciones como Estudios (1929-1937), Nueva Cultura (1935-1937), Orto (1932-1934) u Hora de España (1936-1938).

La publicación que hoy reseñamos en Arte y Letras es el diario de un pintor viajero, pero también las impresiones de un excelente literato y, al decir de los entendidos, un buen fotógrafo cuyas instantáneas africanas podría haberlas firmado el propio Cartier-Bresson. Casi nada.

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