En una de las amables fotografías que contiene este libro, su autor, sentado junto al amigo Eliseo Álvarez en la biblioteca de la Escuela Normal Superior de París, irradia, a doble página, una felicidad contagiosa. Repantigado en el sillón, las manos entrecruzadas sobre la barriga, mira hacia el techo de un espacio lleno de libros. Justo cuando estaba decidido a ponerle algunos peros a la brillante pluma del excatedrático, el crítico se detiene en la fotografía y no puede evitar sentir la culpa de la envidia, imaginándose a sí mismo como acaso Savater se ha figurado siempre a sus críticos: espiándole por la cerradura de su habitación alegre. Seguramente la imagen no le disgustaría. Su ágil dialéctica prueba como pocas que la escritura y el pensamiento fluyen mejor cuando se escribe y se piensa contra alguien, real o imaginario. Unas aquilatadas dosis de polémica funcionan no sólo al defender la educación laica, reivindicar los derechos de autor en la era digital o pelear contra el clero nacionalista. También cuando se escribe sobre libros.

Será por eso que Savater invoca en éste a los autores que menos aprecia para sacar más brillo de los que admira. Así, justifica su amor a Baroja («caldito de pollo reconfortante para mi viejo corazón atribulado») reprobando el «engrudo novelesco» de Le Carré; prueba su devoción por los marcianos de Ray Bradbury renegando públicamente de «todo un Philipp Roth»; o celebra el Infierno de Dante («un auténtico after hours») desdeñando los «excesos metafísicos» del poeta en el Paraíso. A pesar de todo, Savater no necesita contramodelos para elogiar al maestro Gide ni para declararse admirador de Emerson, cosa que siendo español y vasco no es para tomar a broma. Ni para rendir homenaje a Orwell, en quien parece encontrar un mentor, ciertamente improbable, de su ansiado lugar entre ortodoxos y heterodoxos. Con todo, un gesto a la contra, más airoso que arriesgado, domina el estilo de este libro. Forma parte de la «penitencia del texto» que han de sufrir quienes se dedican al columnismo. El discurso inicial de Savater sobre el género adopta, como de costumbre, un tono apologético: una defensa de la brevedad y claridad del articulista frente al «pavoneo narcisista» de tantos otros ¿quiénes? que escriben para sí mismos. La «modestia» y «responsabilidad» que, sin menoscabo de su ironía, se atribuye el humilde escritor son virtudes morales que relucen aún más cuando confiesa su indisposición, que no impotencia, para elaborar pesados discursos filosóficos: «Ni los palacios ni las catedrales son para mí», nos dice. El escritor nos hace sonreír como nadie ante los pensadores monumentales. Pero también nos hace dudar de si, entre tanta excusatio non petita, tendrá un momento para atender al lector que, ajeno al pugilato intelectual, sólo quiera, aunque sea por un rato, habitar la casa del filósofo.

Savater ha llegado a ese estadio de finesse que permite al buen literato decidir los registros desde los que ha de ser leído: cuándo es momento para la ironía y cuándo para la indignación; cuándo y dónde la búsqueda de la verdad es compromiso o megalomanía; qué líneas separan la moralidad arriesgada de la moralina exhibicionista? El lector implícito de estas Figuraciones ha de saber apreciar y congraciarse con esa actitud suya que Savater llama «talante escéptico» y que, en el fondo y en la forma, es fruto literario de un donaire ante el que toda discrepancia resulta antipática. Claro que, como pasa hasta en las mejores retóricas, ni el talante ni el donaire garantizan la recta recepción de lo escrito.

Así le ha ocurrido al Savater educador, de quien este libro ofrece ejemplos excelentes, ya sea para justificar la bofetada a tiempo o la permanencia de la filosofía en los planes de estudio: la voluntad de laicismo no ha evitado que aquellos textos hayan sido durante décadas el catecismo de pedagogos harto clericales, a los que, por otra parte, escandalizan las intervenciones del Savater más político. Para justificar ante imaginarios críticos el sesgo divulgativo de su obra, el autor cita la contraimagen, sugerida por Odo Marquard su «filósofo alemán predilecto» de los filósofos que escriben filosofía para ellos tan absurdamente como «un fabricante de calcetines que sólo fabrica calcetines para fabricantes de calcetines». La ingeniosa metáfora olvida a los lectores oblicuos, si no retorcidos, que, lejos de contentarse con el saber del fabricante ni tan siquiera con el del vendedor, quieran gozar la celebración del calcetín mismo o el placer de recorrer la urdimbre de sus hilos. Por fortuna, también hay en este libro para ellos: cuando el Savater lector se pone a favor del viento al empezar a leer a Szymborska «para recibir la emoción de cara»; cuando cifra la diferencia entre filosofía y poesía en los términos del coraje despiadado y la piadosa caridad, «cara y cruz de una misma ética de la creación intelectual»; o cuando llora ante la tumba de Cioran y su mujer, no de pena, sino «de gratitud y sobre todo de asombro. El asombro porque los que aún estamos ya no estamos del todo y de que aún siguen estando los que ya no están»? Entonces, el lector se siente como en casa del amigo. Y el crítico, que ha dejado de fisgonear por la cerradura, se calza los calcetines y se figura a sí mismo plácidamente repantigado en el sillón del orondo escritor alegre.

FERNANDO SAVATER

FIGURACIONES MÍAS. SOBRE EL GOZO DE LEER Y EL RIESGO DE PENSAR.

ARIEL, 2013. 142 PÁGINAS. 16.90 EUROS