Érase una vez, en una próspera nación europea ubicada en algún lugar entre los Cárpatos y los Balcanes, un régimen tiránico agonizaba. Ésta es la premisa con la que arrancaba la nueva miniserie de HBO Max The Regime, una de las series más esperadas de este año y que ha terminado esta semana con su sexto episodio. Un título hecho para el lucimiento de Kate Winslet, aunque muy alejado de los otros títulos que la actriz había protagonizado para la plataforma, como Mare of Eastown y Mildred Pierce. Se trata de una sátira política y que ha contado con Stephen Frears como director. Un cineasta que siempre ha estado muy ligado al medio televisivo, aunque para la gran pantalla nos ha dejado peliculones como Las amistades peligrosas o The Queen, cinta que menciono con toda la intención, porque fue la precursora de The Crown, y en la que se nos contaba la crisis abierta en la familia real británica tras la trágica muerte de Diana de Gales. En esta nueva miniserie de HBO, tenemos como protagonista a otra mujer en la cumbre del poder.

Winslet encarna en The regime a Elena Vernham, canciller de la nación en la que la clase dirigente ha alcanzado grandes niveles de prosperidad gracias a las minas de cobalto que tienen en su territorio, material muy cotizado para la fabricación de teléfonos móviles. Sus aires despóticos la convierten en una especie de versión oscura de The Crown, pero pasada por la batidora mezclada con Veep, la sátira política estadounidense donde se nos hablaba del día a día del equipo de otra mujer con poder, Selina Meyer (Julia Louis-Dreyfuss). La nueva sátira política de HBO no es la gran serie que podría haber sido, pero es un producto digno que toca el tema de la crisis de las democracias occidentales y yo no paro de ver equivalentes en la vida real al de la canciller de ese país imaginario. A lo mejor, su problema es que la realidad supera a la ficción. Estoy recordando la frase de aquel general de los Estados Unidos que, tras ver "Teléfono rojo. Volamos hacia Moscú" de Stanley Kubrick, rechazó que la cinta fuera una comedia, sino algo muy real.

Vernham, bajo su fachada carismática, esconde una personalidad vulnerable y con delirios. Tan pronto habla con la momia del cadáver de su padre, conservado en el sótano de palacio, como obliga a su personal a que esté continuamente midiendo la calidad del aire por temor a sufrir una contaminación por moho. Extravagancias pese a las cuales ha conseguido mantener el control del país eliminando de cuajo cualquier tipo de oposición interna. Sus excentricidades y caprichos nos brindan momentos entre delirantes y surrealistas. Aunque no hay que confiarse mucho. La lideresa es capaz de mostrar su rostro más implacable cuando las circunstancias lo requieren. La trama arranca cuando empieza a trabajar para ella un nuevo guardaespaldas. Un militar que ha tenido que ser apartado de su puesto tras la brutal represión de las revueltas de los mineros que protestaban por sus pésimas condiciones laborales. Sus expeditivos métodos le han llevado a ganarse el apodo de carnicero. Herbert Zubak (Matthias Schoenaerts) empezará a ejercer una influencia sobre la dirigente, que aumentará sus ínfulas autoritarias y que precipitarán la crisis gubernamental. La enfermiza relación entre ambos y sus manipulaciones para ver quién domina a quién centran buena parte del argumento.

El suministro del valioso cobalto a los Estados Unidos es el que ha permitido a este régimen perpetuarse en el poder. La nación, de la que no recuerdo que se llegue a dar el nombre, es irrelevante en el contexto de las políticas internacionales de la Unión Europea o de la OTAN, mientras que el valor estratégico de sus materias primas hayan causado que las grandes potencias occidentales hagan la vista gorda con las violaciones de los derechos humanos de la gobernanta. De vez en cuando hay que darles un tirón de orejas, pero tampoco mucho no vaya a ser que le dé por cambiar de cliente y suministrar el valioso mineral a China.

Este estado bien podría haber sido el escenario de algunas de las aventuras de Tintín, como El cetro de Ottokar. Aunque han pasado más de ochenta años desde la publicación de esta historia del personaje creado por Hergé, resulta un tanto descorazonador ver cómo en el fondo hay cosas en las que el mundo ha cambiado muy poco a lo largo del último siglo. Hemos cambiado monarcas por cancilleres que se siguen aplicando la máxima de "Todo para el pueblo, pero sin el pueblo". De esta manera, la carismática líder se convierte en una especie de Maria Antonieta contemporánea, aunque hay que decir que acaba mucho mejor que su antecesora y perdón por el spoiler.

Los tintes populistas de sus discursos y los llamamientos exacerbados a los nacionalismos los tenemos muy cerca diariamente. En la trama asistimos al año en el que el régimen de Elena Vernham entra en una crisis en la que parece condenada a su final. Todo su equipo gubernamental permanece aislado del mundo en el interior de su suntuoso palacio viviendo como en una burbuja, mientras que las hordas revolucionarias cada vez están más cerca de derrocar al tiránico régimen. Todos ellos obedecen ciegamente a costa de su dignidad con tal mantenerse aferrados al sillón. Y eso que su lideresa tiene unos principios que podrían ser el equivalente a una veleta. Es decir depende de hacia donde sople el viento. Y una mala respuesta, desliz o mirada inapropiada puede tener funestas consecuencias. Cuando el régimen empieza a tambalearse algunos no dudan en tocar a nuevas puertas con tal de seguir donde estaban. De hecho, el final deja claro que lo que realmente importaba era el suministro del cobalto. Una vez alcanzada esa estabilidad, poco importa que se sigan vulnerando los derechos de la población. Hasta el punto de que lo que se nos anunció como miniserie podría volver en un futuro.