Ando cabizbajo con una cámara que tiene el zoom escaso y débil, carece de iluminación y a la que, cuando se pone cabezota, le doy un azote en un punto indeterminado de sus megapíxeles. Sé que mis ojos son guía de la idea que concibo, sueño con la realidad que visiono y transformo esos sueños. Porque modificar esa idea, ese concepto, es lo que me atrae siempre. Escribiendo o filmando, fotografiando la quietud del instante, las musarañas de nada que habitan entre el encuadre y el resultado final. Detrás y alrededor de una flor, por ejemplo, existe un mundo de sombras y luz, de música y ruido. Romper la capa de acero invisible que me separa del objeto, crear a través del olor que despide, del misterio que desarrolla, llega a obsesionarme. Tengo un amigo biòlogo que colecciona dípteros, moscas para los neófitos. Su mujer no quiere andar con él por la calle. Lo único que le interesa de los escaparates es el alado ser que liba pegado a las juntas de silicona del ventanal. Soy un poco como mi amigo biólogo. Lo único que me interesa del escaparate es la posibilidad de transformarlo, de convertirlo en un mascarón de proa, en unos muslos femeninos o en un cuaderno de notas. Y, créanme, si miran bien en el reflejo de lo cotidiano, cientos de mascarones, muslos y cuadernos acaban rodeándonos y presentando batalla.