Oh, no, la mona chita ha muerto de insuficiencia renal. Ochenta años tenía, pobre chimpancé de mis días y sus noches. Guardo uno de sus cuadros pintados con los dedos, incluso con un lametón amarillo, composición polícroma que vendían en la reserva de Florida a ciento quince dólares el óleo. Lo tengo colgado en un pasillo y muchos amigos se detienen entretenidos admirando el lila violáceo, el rojo a brochazos y ese lenguetazo amarillo que he mencionado. ¿Kandinsky?, preguntan a veces. Yo sólo afirmo. Chita era un mono travestido a mona para acompañar a Tarzán Weismuller antes de que se volviera majareta y siguiera lanzando aullidos en la jungla de su comunidad de vecinos. Comí con el simio huevos con tostadas, con el simio y su criador Westfall, un estupendo tipo que engullía manzanas con avaricia de primate. Sé que Chita era diabético insulínico, una enfermedad que casi dominaba. Siempre he pensado que estuvo enamorado como yo de la O' Sullivan, de sus piernas blancas arañadas por las lianas de plástico del plató, de sus muslos desnudos bajo el faldón harapiento. En el 2006 le concedieron el premio de cine de comedia Calabuig de Peñíscola. Como el simio no pudo viajar, los otros primates lo hicieron hasta Palm Springs, para entregarle una estatuilla en miniatura. Ya no habrá más Chita. No se porqué, mirando el póster de Tarzán de los monos, veo los ojos del chimpancé brillar. Una auténtica estrella.