Decía Steve Jobs en una excelente conferencia, que ni siquiera sabía que demonios era el páncreas. Le creo. Un día aparece uno en una consulta y le dicen: claros indicadores tumorales en el epidídimo. Entonces el paciente mira a los lados, arriba abajo, el epididimo no aparece en su perímetro, ni siquiera puede hacerse una composición de lugar, una reproducción mental que justifique su búsqueda. Uno tiene tumores en algo que no logra identificar, asunto ansiolítico, créanme. Un paciente amigo le preguntó un día a un médico que coño era eso llamado mediastino. El médico, muy educado, le dijo que esperara un instante. Y le regaló, al cabo, un manual básico de anatomía. Gracias a la lectura conjunta del susodicho libro, me enteré que la glándula de Cowper ayuda a lubricar de preesperma el conducto, asunto que me ha funcionado sin tumoración este medio siglo largo de vida absurda. Jobs, en esa conferencia, absorbe a la muerte, su muerte, como consecuencia justa de la vida. Admite que la parca no entiende de anatomías, camuflada para operar con tranquilidad. Igual aparece de repente, que envuelta en un desgate celular irreparable. Cuando esto ocurre es inútil conocer el órgano afectado: aquí le presento a un neoplasma maligno, aquí un amigo, oiga. Y más allá, esa chica rubia con minifalda y guadaña. Espera para tomarse una copa de éter eterno contigo. Mejor de zumo de manzana, Jobs dixit.