Merece la pena esta mañana subir al tranvía y sentarse casualmente delante de ella mientras lee el periódico. Mejor todavía, lee un diario progresita asomando sus níveas piernas por el talle embutido de la minifalda. Durante un corto espacio de tiempo observo sus tobillos. Las venas azules que trepan a su alrededor se pierden entre unos zapatos de tacón marrones que brillan en el blanco del vagón. Aprecio que tiene un bolso al lado de la cintura y presumo, justo a la altura de su ombligo, que dos muelles de carne se curvan uno sobre el otro, repliegue mágico de grasa espontánea, desarrollista. La imagino junto a la nevera por la mañana, buscando margarina ligth, untándola en dos rebanadas de pan integral, bebiendo café con leche semidesnatada. Tiene una bata verde y las ojeras marcadas de sueño. En su cocina los olores del desayuno se mezclan con una radio que emite noticias y entrevistas.

Tras la ventana del tranvía, los campos circulan a la inversa, corren hacia atrás escapándose de su tiempo y del nuestro. Cansada, sin dejar de leer, cambia la posición de piernas con habilidad evolutiva. Es evidente que miles de años han enseñado a las hembras a cambiar la posición de sus piernas sin que nada ocurra, ni el más mínimo atisbo de interioridades, ni el menor asomo de lo oculto. Cuando por megafonía una voz metálica y susurrante avisa de la próxima parada, deja el diario. Veo que es guapa, rubia, de media melena. Mientras lo dobla y guarda, levanta la vista hacia mí. Tengo la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla. Ha dedicado al menos veinte segundos a contemplar mi rostro nada atractivo. Se pone en pié, ajusta la falda, el bolso en el costado y anda hacia la puerta. De espaldas, siento como la vida se acopla a la cintura de algunas mujeres. También diviso débiles varices detrás de sus rodillas.

Hago una apuesta conmigo mismo. Es la misma apuesta que repito desde la infancia. Al bajar se volverá y me mirará. Dos contra uno. Arranca el tranvía con un silbido digital de advertencia, y..... está claro, pierdo la apuesta. Acostumbrado, vuelvo a apoyar la cabeza contra el cristal del vagón. Por mi derecha, la campiña mediterránea reseca y amarilla anda hacia atrás.