King kong probó un yogur desnatado con su dedo ìndice gigante y estuvo toda la tarde por Central Park olisqueando recipentes para encontrar el elixir. King kong es el gran simio presente de nuestro pasado, rama unívoca del erectus, otro simio que adaptó con mayor suerte evolutiva a su progenie. La bella y la bestia nacieron en la jungla de isla Calavera, los brazos ufanos de Ann Darow, prendida de encantos y enamorada definitivamente del gran pene del gorila, falo universal sólo igualado por sus gruñidos desconsoladores. Mi bisabuelo participó en la captura aérea del monstruo. Pilotaba biplanos de guerra cómica y zumbó al lado de los manotazos del gigante. Desde el Empire State Building, Kong, mostrò su cólera hacia el hombre, su ira silvestre hacia los dioses que lo desasistieron en su virginidad natural, su erotismo patético, Kong expresando odio contra bimotores que disparaban sobre sus pelotas peludas.

La bestia yace en medio de un gran agujero, cual otras bestias a lo largo de los tiempos. Aún así, moribundo, agónico, escucha el llanto falso de Ann. La mira y roza, con el mismo dedo que probó el yogur, uno de sus pechos. Definitivamente expira.