En estado febril camino por el supermercado encontrándome de súbito frente a cajas de manzanas rojas. Las odio. Odio esas manzanitas perfectas que acabaron clavadas en la espalda de Samsa convertido en insecto, aquellas que le hicieron retorcerse de dolor. Están perfectamente presentadas, alineadas y lavadas, con la base de papel verde pistacho simulando seda. Manzanas clónicas, sin olor, preparadas para ser arrojadas sobre el lomo de cualquier animal o persona, un escarabajo, un oficinista, el vecino corredor de motos o el poeta sucio que empuja su carrito de la compra pensando en un enorme cuchillo jamonero capaz de cortarlo en rebanadas. Disimulo mirando a una señora esplendorosa que despliega feromonas y mueve las caderas como el titanic a punto de hundirse. Es en ese bamboleo de proa a popa, donde mi destemplada mente busca reposo, huyendo de escarabajos y ensoñaciones, justo en el pasillo de productos cárnicos, entre rojos fiambres y terneras venosas con tocino.