Me quedo con la entereza de los músicos cinematográficos del Titanic, haciendo sonar sus violines en la eslora semi hundida del gigante. También con la cordura de los tahúres en la mesa de póquer, de esta mesa no se levanta nadie, a pesar de que el barco haga aguas por todos sitios. Grandioso es el bebedor de guisqui que se sirve otra copa, hip, hip, mientras flotan sillas y alguna mesa en el naufragio.

Es la filosofía de vida llevada al límite: El ahorcado antes de sentir como la soga le fractura el cuello gritando Viva la vida, Gary Cooper enfrentándose sólo en las calles de Hadleyville a la venganza urdida, mientras todos miran a otro lado. Fíjense en un acróbata casi retirado, saltando quince metros desde el dirigible Hindenburg, cayendo ileso, o el coronel alemán que baja entre las llamas del zeppelin, todavía con medio cigarro puro entre los labios, andando tranquilo para decir no pasa nada y caer en redondo muerto. Me quedo con los tipos que cabalgan en la noche agarrados a la barriga del caballo, al revés, que golpean al enemigo y se retiran para volver a preparar el ataque. Me quedo con los seres anónimos que pueblan las calles anónimas.