Un hombre de cincuenta y dos años está en el cuarto de baño frente al espejo. Oye por la radio un partido del Barcelona mientras piensa en la intrascencencia de la vida y la muerte y se mira reflejado desnudo. Empieza afeitándose la barba canosa y dura, que pica como cuando era un adolescente. Elige patillas anchas y perilla, elige apurar en torno a los pelos furibundos que se rebelan contra él. En la nariz, dentro de las orejas y en las cejas desordenadas. Siempre ha pensado, incluso cuando no pensaba, que es otro. Que él no es él, aunque se reconozca en imágenes, en fotografías ajadas, en gestos de sus hijos. Mierda biológica, capaz de contaminar para siempre a generaciones venideras. Se ha cortado con la maquinilla de afeitar y corre la sangre desde un punto del cuello hasta el pecho. Un hilo rojo que se desliza por el mapa de la piel. Pecho, barriga ondulada, ombligo, un fino hilo rojo que parte y acaba, que se enturbia con el agua templada o languidece cuando aprieta con el dedo. El Barcelona marca gol y el hombre mirando al otro, al que no considera él, se alegra y decide entrar en la ducha. Entretenido con el gel perfumado, con las pompas que se escapan del tarro rosa de peuvecé. Definitivamente se seca con una toalla y sigue pensando en despedirse del ocupante, del ser que siempre, en la soledad del baño parece que ocupa su vida.