Encima del ring John Lei está machacando a Luke. Luke es un paquete medio sonado que tomará un dinero a última hora. También un polvo con Elvira, una star venida a menos y operada cien veces de las tetas. John no perdona, cada baile transversal sobre la lona es un directo a la carótida del sonado. El otro escupe sangre por debajo del protector bucal y nota como un testículo se le ha subido. Su ceja derecha empieza a debilitarse. Por suerte suena la campana en el tercer asalto. Uno más y a la mierda.

El público de una velada de box es singular. Sobre todo a las doce de la noche. Todos tienen algo en común: les gusta el olor de la sangre, el crujido de los huesos de los púgiles. John Lei sale a la última actuación de la noche, aunque el paquete se le abrace y le eche saliva y aliento podrido. Aprovecha para zurrarle el hígado. El juez los separa. Falla un derechazo y los espectadores rugen, la diferencia es notable, fallar es oir insultos, patata, saco, estiércol. Mátalo es otra constante. Pero los boxeadores no quieren matarse.

Luke piensa en ella, que lo espera abajo. Esta noche le compensará el daño. John huele la bolsa fresca. Todo es según lo pactado. Muerde lona el bulto, la gente insulta, el árbitro cuenta, tres, cinco, ocho, diez. Y John levanta los brazos. Tarda el contrario en alzarse. Derrotado, besa al contrincante. Luego, envuelto en un albornoz azul, marcha a los vestuarios. En el trayecto mira a Elvira. Hace pompas con un chicle. Pompas tan grandes como sus tetas operadas.