Suelo reunirme a beber ginebra pura, sin hielos ni aguas, en un club a propósito. No conocía yo el fruto del enebro, la nebrina, muy parecida a la baya del ciprés. Esos zumos producen este sabor especial y esta conversación, la que sostengo con los puristas, gente capaz de escribir ochocientas páginas hablando del néctar. La falta de costumbre me produce un favor anestésico en la dañada mandíbula, así como un ligero retorcijón estomacal. Al parecer el alcohol sienta sus bases antes de dispararse al cerebro. Las conversaciones que mantenemos giran en torno a la transcendencia de lo intrascendente, el menudeo de la calle, el origen mismo de lo que somos, habitantes un tanto raros del espejo.

El mayor de nosotros, un tipo con cicatriz en la ceja derecha, cuenta que mató a seis alemanes al final de la segunda guerra mundial, apenas con dieciocho años. Muy al final, fue en una escaramuza cerca de Suiza, transportando barriles fabricados con maderas chamuscadas, especiales para el mantenimiento del gin amarillo conocido como Seagram’s. No tuve más remedio, queridos, aquellos hijos de puta estaban dispuestos a robar la mercancía y trasladarla a zonas neutrales con la pretensión de hacerse valer para cruzar el charco hasta nueva tierra. El destino de los nazis, conmigo, dice el hombre, estaba trazado. O ellos o yo.

A mí este tipo de reuniones esporádicas me aviva el ingenio, aunque he de reconocer que enturbia también el equilibrio, pues en las dos primeras sesiones, la línea de flotación se hizo inestable. Resumo: hoy hemos hablado de la noche de los lobos, de la muerte cuántica como forma de vida y de asesinos ilustres, anónimos, matadores de gentuza que suele beber tranquilamente ginebra en clubes selectos.