El gag permite buscar en el espectador la sorpresa divertida. Otra cosa es lo que el espectador considere divertido. Un árabe se tronchará al lado de un evangelista si al pasar por la calle un resbalón fortuito con una cáscara de plátano hace que el personaje caiga al suelo, preferiblemente de culo. La comedia es un conjunto de situaciones que provocan el concurso directo, la interacción de los veedores. Un ruido considerado escatológico, una frase enrevesada, un error de apreciación, un guantazo de payaso, plás, trae carcajada. Los indios hurones, por ejemplo, se reían cuando despellejaban a cualquier explorador rostro pálido. Era tan aguerrido su espíritu de lucha, que oir y ver temblar o llorar a un hombre con larga cabellera, bigotes y barba, les llamaba a carcajada truculenta. Un verdadero gag. Otra comedia que inducía a la catarsis como divertimento era el viejo juego de la pelota empleando como balón una cabeza humana decapitada un poco antes en el altar. Todos corrían alegres y sonrientes, entretenidos con el sentido irónico del destino, casi siempre ordenado por los dioses. Cuentan que Reagan, aquél actor que llegó a presidente de los EEUU, activó la alarma de ataque nuclear por divertimento, a modo de gag profesional. Se partía el hombre el pecho con tamaña ocurrencia. Deducimos, pues, que gags hay muchos: Franco desfilando en su delirio por los pasillos del siniestro Pardo, Millán Astray enseñando su ojo cóncavo hueco, Queipo animando a moros y cristianos al despatarre de rojas, Urdangarìn diciendo que es duque empalmado o Aznar hablando hace nada americano, o hace menos aún, prometiendo que sabe como salvarnos del caos absoluto. Él y Bárcenas. La divina comedia, ya saben.