El taxista cobró pocos dinares por llevarme hasta el centro. En Belgrado la lluvia hace que las calles adquieran un tono melancólico, a veces espectral. Tantos muertos en tan poco tiempo marcan una pausa insalvable. Allí estaba yo, andando bajo la lluvia, en el final de la avenida Milosha, viendo en la rúa Nemanjina el enorme edificio en ruinas del antiguo Ministerio de Defensa. Siguen los escombros de la gran mole bombardeada en el 99 por la OTAN. También veo a Marta, con un paraguas negro y su equipo fotográfico en bandolera. Nos besamos. Señala un árbol enredado entre los escombros del ministerio. La vida se abre paso, afortunadamente, porque entre tanta destrucción pasada, el verde silvestre invade la ponzoña. Vamos a casa García, un bar español que ha montado un zaragozano. Curioso local. Anteriormente fue centro de metadona. Cantidad de jóvenes serbios juraban fidelidad a un dios fascista llamado Arkán. Iban puestos de heroína hasta el culo y reían las gracias de Svetlana Raznatovic, la mujer del criminal, famosa por ser actriz y por pasear con un tigre bengalí su odio racial. El día que asesinaron a Arkán, Marta no andaba lejos. Fué en hotel Intercontinental, en el 2000. Le volaron la cabeza por la espalda, tres disparos certeros. Pero estamos en el bar de García, rodeado de decoración kitsch y con una gran bandera republicana en una pared, abanicos, señera. Bebemos vino comiendo tortilla de patatas, aunque el aceite no sea español, italiano, tal vez. Marta acaricia mi rostro y yo cojo su mano. Luego, por la noche, un poco alegres con la botella de vino, acabamos mojados en la cama de una pensión de mala muerte, cerca del río Sava.